| 𝐈 : trío de pelotudos |

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【 C A P Í T U L O   U N O 】

❝ Trío de pelotudos ❞

El silbido del viento me avisa dónde estoy.
Y no quiero abrir los ojos. Preferiría que me atropellara un camión, si era sincera. Veinte veces, y que mis vísceras llegaran a Puchuncaví. Aunque sé que no puedo luchar contra ello, la sensación obligatoria para hacerme despertar pronto me consumiría, empezaría ligera, como la brisa, luego el huracán caería y yo con él, arrastrándome a un poso sin fondo del que no podré salir hasta que mi despertador, en este caso, el gallo de mi vecino, me traiga de vuelta.
Mi cuerpo se estremeció cuando oí el primer latigazo. A lo lejos.
Yaaaaa empezaron los 50 sombras con su bondage.
Yo mejor me quedo quietecita donde estoy… aunque no sé dónde estoy, y tampoco quiero arriesgarme. Se sentía caliente, algo incómodo debido a las piedras incrustándose entre mis omóplatos y la tierra metiéndose por mi boca, pero bien y viva. Creo.
Puedo aguantar un poco más.
Click, click, click.
Yyyyyy se escuchaban los dientes castañeando.
Hora de apretar cachete y perderme.
Ni siquiera analicé mi entorno y me lancé corriendo en la dirección contraria a los ruidos que poco a poco se iban acercando a mí. Todo era rojo, puedo asegurarlo. El cielo, con sus oscuras nubes y los secos y muertos paisajes, como si me hubieran tirado en Marte, cubierto de llamas y con gente agonizando por cada rincón. Almas negras y borrosas trataban de atraparme las piernas, sujetarme y hundirme, y nop, no estaba para esos trotes ya.
Era horrible dónde me llevaban. Y me parece que horrible era un eufemismo.
Más de una vez me tropecé o no alcancé a saltar lo suficientemente alto para esquivarlos, dándoles chance de sujetarme y tirarme. También… admito que una vez los dejé agarrarme por mera curiosidad, o como lo llama mi obāchan: aweonamiento, pero no más. No pienso pasar por ese abismo infernal nuevamente.
Prefiero que las ruedas del camión estén remojadas con ácido y magia celestial.
Click, click, click.
Ay, esa cosa horrorosa.
La vieja culiá a la que aún no puedo verle la cara. A parte de cobarde, la chistosa hacía ese estresante sonido de dientes rechinando, castañeando, similar al de los zombies que mi hermano chico juega en la Play. No saben las ganas que tengo de aplastarle la Play cuando los escucho, pero luego recuerdo cuánto vale y se me pasa.
No la pagué yo ni la pagaré si la rompo, pero no agregaré otra deuda a mi lista, mucho menos si viene del Alex, quien es capaz de cobrarle al mismo diablo.
¿Dónde estábamos?
Ah, sí.
—¡Ah! —grité cuando una de las almas me rozó el tobillo—. Ah, casi, casi, hijo de…
Click, click, click.
Cada vez más cerca.
Puedo lograrlo. Huir, quiero decir.
Nunca he podido escapar de ella, pero hey, mi esperanza es lo que me mantiene cuerda luego de vivir esta misma pesadilla una, y más y más veces, específicamente desde que empezó a funcionarme el lóbulo temporal. O sea, desde siempre.
El piso tembló bajo mis pies y comenzó a quebrajarse, haciéndome perder el equilibrio.
La tierra se alzó en polvo y hollín, cegándome.
Aunque no tuve que ver para saber lo que venía.
Me sé todos los spoilers de esta escena.
La enorme nube negra y crepitante apareció del agujero que se formó en el piso.
Enseñé mis colmillos en advertencia y pude sentir como mi cola se meneaba de un lado a otro.
El click, click, click cambió y se escuchó la risita más horrorosa que he escuchado. A parte de fea, prepotente, así que en vez de asustarme, me ofendí.
—¿Qué esperas? —le grité a la nube, la cual creció y creció como la erupción de un volcán, hacia los costados y el cielo, encerrándome completamente, cubierta por una mini tormenta, llena de vientos, rayos, lamentos y olores que hacían que mis sentidos lloraran—. ¡No te tengo miedo! ¡Ni a ti ni a la jubilada!
La jubilada aka la Mirona, apareció entre los destellos que formaban los rayos dentro de la tormenta. Más bien su silueta. Era un monstruo alto, esbelto y con extremidades larguiruchas. Ah, y con tremendos cuernos, la gorreada.
Mi cuerpo tembló de anticipación, traumada, sería mejor, pero no me achiqué.
—¡Sí, a ti te hablo, Jacinta! ¡Ven luego que no tengo toda la noche!
La primera vez que la vi, cuando era chica, lloré por dos semanas enteras. Su presencia me perturbaba, era físico, psicológico. Un miedo irracional me abordaba y entraba en catarsis cuando tenía que irme a dormir o cuando oía a los chasqueadores en la Play.
Ahora, solo la observo, más curiosa que temerosa, y me permite poder compararla con los espectros que salen en las películas de James Wan; podridos, con las extremidades negras y sucias, que huelen como el poto de un vagabundo –no me pregunten cómo sé, tengo buen olfato– y se ven aún peor que mi obāchan cuando se hace sus mascarillas de palta a medianoche y decide bajar por agua.
De su boca salió humo al abrirla y, aunque haya susurrado, y estuviera a veinte metros de distancia, la escuché junto a mí:
—Prontooooooo, te tendré en misssss manossss.
Sí, miren… era ahí, cuando me susurraba cosas indecentes al oído, cuando sentía el terror puro y crudo.
Me preparé, porque si algo he aprendido al ser asediada por una maldita bruja asesina, es que no puedo luchar en contra.
Asestó el golpe antes de que pudiera hacer un movimiento.
Primero, iba por el corazón; sus manos frías cortaban como agua presurizada, repentino, sin quemaduras, limpio. Mi cuerpo se entumecía con el primer latigazo. Las lágrimas caían a borbotones de un dolor que me doblaba los dedos y me inclinaba el cuello, un dolor ardiente y entumecido.
Luego, retiraba lentamente su mano de mi pecho y se comía mi órgano vital. En mí cara.
La rabia volvió a mí.
Quiero puro pegarle.
En cuanto mi cuerpo cae, inerte y sin energías para moverse, las almas hambrientas, los demonios escondidos que aúllan y la oscuridad que aguardaban a que la Mirona comiera el primer bocado, se encargan de consumir el resto, abalanzándose sobre mí para no dejar rastro de que allí, alguna vez, existí alguna vez.
Yyyyyy, gracias Shaitán, era cuando despertaba.
—¡Bustamante!
Oh… esa voz no era ni de mi mamá ni de mi obāchan ni mucho menos la del gallo Ernesto.
Juré que estaba en mi cama.
Nop. Desperté en mal tiempo. Mejor me vuelvo a dormir... para siempre. Chau.
El zapato del impertinente golpeando el piso, listo para retarme, hizo que apretara mis dientes y levantara mi cabeza con el ceño fruncido.
El profesor Winston Zamorano –nombre pa weón– tenía las manos como jarras frente a mi mesa.
—¿Estuvo bueno el sueño?
No respondí, en cambio, limpié la baba que se me cayó por la barbilla.
Mis compañeros soltaron una risita.
No los pesqué y me fijé en la mesa. Ohhhh, más encima estábamos en prueba. Ah, ya me acordé. Me rendí nada más vi el primer ejercicio, así que me acomodé para descansar… una cosa llevó a la otra, y me dormí.
Antes de poder procesar la materia, el Zamorano me quitó la hoja y graznó:
—Felicidades, se ganó un 1, Bustamante, con anotación negativa y citación al apoderado para esta misma mañana. —hizo una pausa, mirándome.
—¿Qué? —le dije, tratando de pillar un pelo en mi lengua—. ¿Quiere que llore?
—¿Cómo es posible que se duerma en plena prueba, niñita?
—Así. —y volví a acomodarme para descansar los ojos, esta vez sí.
—¡Fuera de mi sala! —gritó—. Qué vergüenza —añadió cuando arrastré mi trasero fuera del asiento—. Su mamá siendo una estupenda profesional… ¿teniendo que lidiar con una hija como tú? ¿Un caso perdido? Sin futuro prometedor. Una mera vergüenza.
Antes de que pudiera responderle con un filosófico comentario: «y a vo qué te importa, viejo culiao», la Fay, mi mejor amiga, me agarró de la falta y me gesticuló un: ¿estás bien?
Me encogí de hombros, sin saber realmente la respuesta. Es rara... la vida, quiero decir, y mi mente constantemente me recuerda que muchas cosas me dan igual; el colegio, por ejemplo.
Zamorano era otro.
Al viejo lo tengo atravesado desde que me dijo: «me gusta tu mamá, no interfieras».
Me detuve antes de salir de la sala, viendo como el viejo empezaba a ponerme una anotación en mi libro de anotaciones. Ajá, tengo libro propio.
—¿Se va a ir o no? No molestes a tus compañeros, quienes sí estudiaron y sí se preocupan por sus estudios…
—Solo quiero saber… ¿de qué cemento come?
—¿Cemento?
—Por lo pesao, digo yo.
—¡Fuera!
—Con razón mi mamá no le da ni la hora.
Ahí se puso roooooooooooojo. Su ira burbujeó y en vez de asustarme, me alimentó. Literal. Pero no dijo nada, se quedó en silencio, así que aproveché su estupefacción, hice el saludo de la paz y me deslicé fuera de la sala.


. . .


—Deberías ir a un psicólogo.
—¿Ah? —me saqué el dedo de la oreja cuando la Fay llegó a mi lado, su bandeja de comida se podría llamar de cualquier forma menos una bandeja de comida. Solo había agua y una pobre ensalada con dos hojas de lechuga y un jitomate todo cagón—. Un conejo come más que tú.
—E-Estoy a dieta.
—No haciendo huelga, enfermita. —saqué el pan de mi bandeja y le repartí de mis croquetas.
—Iugh, eso es cartón. Peor que lo mío. No tiene ni siquiera propiedad proteicas.
—Al menos es algo que te mantendrá la guata pesada un rato. Eso que tienes ahí es como comer aire y ya te ves pálida hoy día. Come, come. La dieta no vale la pena si te perjudica la salud.
Llegamos a un mesa que tenía a tres pelagatos que ni siquiera eran del mismo curso, pero no tuve que hacer mucho, nada más nos sentamos, ellos agarraron sus cosas y se fueron cascando.
Así pasaba con los humanos, nada nuevo: o te miraban de lejos, obsesionados contigo a un nivel que ni ellos pueden entender, o te ignoraban abiertamente, asustados de ti y de lo que mí existencia les provocaba.
Y yo, la verdad, prefería la última.
Fay hizo una mueca cuando los estudiantes se fueron, haciendo un lado un pan podrido y un paquete de galletas sin terminar. Ella, obsesiva con la limpieza, sacó de su bolsito su kit de limpieza, con guantes de látex, un spray con alcohol, desinfectante en todas sus formas y una mini esponja con la que fregó y fregó mientras yo me comía unas papitas. Luego, cuando consiguió que su reflejo se veía en la mesa, sacó su mini mantel, servicio de madera –porque hierro, nunca hierro– y  más desinfectante. Me ofreció un poco, y yo le respondí con una mirada de: «¿me estái weando?», pero no me pescó y arregló su mesita a lo londinense y solo ahí, después de todo su ritual pomposo, empezó a comer.
—Como te decía: psicólogo. Uno bueno, esta vez.
—Me gustaría verte encontrar uno que no esté contaminado con el cahuín de la terrorífica destruye-cabezas —agarré un puñado de los sobres de kétchup que la Fay traía en su botiquín de aderezos y embetuné mis croquetas y el arroz. Si entrecerraba mis ojos y fingía que era sangre, me sabía más sabroso—. ¿Merquén?
Ella me entregó el frasquito y de nuevo le eché a todo, pa quemarme el hocico.
—¿Qué es eso de la… destruye-cabezas? —preguntó ella, cortando prolijamente el jitomate.
—Mi mamá se enteró —hizo una mueca cuando me vio hablar con la boca llena—, por uno de sus colegas, que hay un rumor entre los profesionales de la salud mental: una paciente capaz de enviar a los psicólogos a terapia.
—¿En serio? —se limpió la boca con su servilleta de ceda—. Bueno, si hablamos con honestidad, la mayoría de psicólogos y psiquiatras, profesionales de la salud mental, no está mentalmente estable, demás encontramos uno dispuesto a aceptar el desafío sin importar tu historial.
—Eso dijo el último, y terminó en Putaendo, haciéndole su show méxico-chileno a sus peluches imaginarios.
—Es esa actitud negativa la que no te permite abrir tu mente y tu corazón.
—Los abro, ¿por qué crees que pierden la cabeza?
Ella resopló y partió la croqueta. La inspeccionó de izquierda a derecha, a sus ojos escrupulosos no se le pasó la gota de aceite que cayó de ella ni la esquina quemada. Parpadeó y la acercó a su boca como si estuviera por probar la manzana de Eva.
—Ni Calamardo tardó tanto en probar la Cangreburger.
—Estoy intentando.
—No erí ni vegetariana y llorái.
—Soy selectiva —a escasos centímetros de su boca, la bajó—. No puedo.
—Ya. —me partí de la risa, viéndola luchar para no hacer arcadas.
—¡Váyanse luego, otakus! —el grito vino seguido de un bombardeo de enfermos tirándonos jugos, agua y hasta leches de todas direcciones. Todo tipo de líquido. El comedor se rió y luego se unió a la tiradera, llenos de risas y malas intenciones. Luego, cuando se acabó el contenido, las mismas cajas de cartón nos las arrojaron.
No dolieron tanto como la humillación, pero quedé bañadita.
Y enojada.
—Muéranse luego, feas culiás. —gritaron los cuatro bastardos que habían empezado el ataque.
—¡Váyanse!
Me puse de pie, pero la Fay me agarró la muñeca antes de que pudiera repartir chimbazos, haciendo que cada humano que lanzó una caja se la tragara.
Incluso con sus lentes empañados y mojados, sin poder ver nada, me sujetó fuerte. Estaba temblando, nerviosa de estar sucia, pero aun así, no me soltó.
—Estás condicional… —escupió jugo—, una más y te echan, y yo no podría sobrevivir sin ti. Eres lo único que me queda. Por favor, siéntate y sigamos comiendo.
Tomé aire, conté hasta diez… o lo intenté. Me giré para ver a todos los humanos alrededor, riéndose de nosotras, murmurando burlas, gritándonos que no nos querían, que querían que muramos. Repasé cara por cara… y todas eran así. No había ninguno que estuviera asombrado, que mostrara un pequeño gramo de empatía. Hasta las señoras de la comida estaban muertas de la risa.
Todos iguales.
¿Qué les pasaba?
—Selena lo explicó —la Fay sacó del bolsillo de su delantal un pañuelito negro y empezó a limpiar sus lentes redondos cuando nos volvimos a sentar. A nuestro alrededor, los humanos seguían riéndose de su hazaña, esta vez de cómo dejaron todo mojado y lleno de basura nuestra mesa, y a nosotras—. Reaccionan a lo desconocido. Solo atacan cuando no entienden.
—Yo no los entiendo, ¿por qué no puedo atacarlos?
—Sabes por qué.
Me tragué un gruñido que no sonaría humano y haría que ahora hasta las bandejas nos arrojen. Además, carecían de imaginación para insultos. Al menos en este colegio y en esta edad, en los otros éramos parias, bacterias, raros o monstruos. Aquí, los humanos piensan –no creo que este verbo aplique, pero bueno– en algo raro e inmediatamente lo llaman otaku.
Que sea parte japonesa solo les da más cuerda.
—Odio el colegio humano —miré mis croquetas y casi lloro: cubiertas de jugo, jugo dulce. Lo vomitaría—. Estoy a nada de hacer la misma que el Camilo, desertar e irme a la chucha.
—Él no ha desertado. —alegó, con más fe de la que me quedaba a mí.
—Qué tierna eres al creer que el otro volvería al colegio después de que todo el mundo sepa porqué se fue.
—Tenemos que tener fe y apoyarlo cuando vuelva.
—Sí, deberíamos también tener cocaína, con eso te apuesto a que vuelve más rápido.
Con convicción, se enderezó directamente hacia mí.
—Isidora, el Camilo podrá tener… sus vicios, pero sigue siendo nuestro mejor amigo, nuestro hermano, nuestro Cami. Y tenemos que tener fe en él y confiar en que sabe lo que hace. Está yendo a la psicóloga y ella nos ha dicho que ha progresado, y dijo que volverá de a poco, cuando se sienta más cómodo… otra vez.
Me incliné hacia ella.
—Por eso sugerí la cocaína. No va a dejarla, Fay, lo conoces tan bien como yo. Lo que él necesita, es un golpe de realidad, y eso necesita verlo por su propia cuenta, ¿por qué crees que no lo he ido a buscar de un ala? Porque quiero que él aprenda, por las malas y por si solo, en el mundo culiao, cruel y penca en el que se metió.
—No seamos malas —sin querer pelearme, volvió su atención a su esquina—, ya ha pasado por mucho.
—No lo suficiente. —hice una mueca cuando probé un grano de arroz que se veía intacto… me equivoqué. Lo escupí.
—Además, no creo que le quede mucha plata, en algún momento tiene que pagar y atenerse a las consecuencias. Eso… creo que es el golpe de realidad que necesita.
No le quise decir nada que el maricón se permite sus adicciones porque no las paga él… sino yo. Soy yo quien hace cualquier pega que encuentre, humana o no, para pagar las deudas que tiene con gente que no dudaría en partirlo por la mitad.
Y no lo hago para que siga ni para darle una lección –que sí quiero darle–, se la pago porque en serio lo matarían si no.
Pero el weón sigue y sigue consiguiendo préstamos con personas equivocadas que lo harían desaparecer.
Ay, no, qué rabia. No voy a irme por allí, porque lo tengo atorado y juro que lo voy a ir a buscar y se los entregaré yo misma a los vampiros, súcubos y toda criatura ultramundana a la cual le debe plata ese energúmeno de pelo plateado, ¡porque lo hago!
Lo he estado aplazando, teniendo esa fe de la que habla la Fay, esperando a que él solito se de cuenta del daño que está causando y aparezca por la puerta, insultándome y volviendo a ser el maricón Marcelo que siempre ha sido.
Alguien golpeó nuestra mesa con su bandeja, sacándome de mis pensamientos.
—¿Ahora qué? —gruñí a la causante. Milena Araya con sus amiguitas tenían las mismas caras que el gato Cheshire, tramando algo que probablemente terminaría conmigo encima de todas ellas, ahuecándoles el cerebro con una bandeja—. Lo que faltaba, el circo de maracas.
—Bien merecido el 1 que te pusieron, maricona, pucha que lo disfruté. Casi, casi me paro ahí mismo a aplaudirle al Zamorano, el único profe con criterio que te dice las weás como son.
—Fay, pégame por andar preguntona hoy día.
—No necesitas preguntarme para que yo hable y de mi opinión. —alegó la Milena.
—¿En serio? Sorry, es que te confundí con la muñeca esa…
—¿Barbie? —y meneó su pelo castaño caca.
—No, Annabelle.
—Si hablamos de pelirrojas que dan miedo, deberías mirar pal lado, a la mastodonte de tu amiga.
¿Perdón?
Faylín –tres nombres eternos más– Solís, era una cosa adorable y pequeña que media uno cincuenta… desde que nació más o menos. Nunca pegó el estirón, pero su falta de porte se debía, según el tío Chalo, por sus genes de hada –sí, sí, la Fay es una semihada–, los cuales las hacen menudas, delicadas y pequeñas. Pero eso no le importa mucho a la Fay, podrá no haber crecido para arriba, pero sí para adelante. Tenía una pechonalidad prominente que, para remate, no le pesaban y que ella amaba tapar. Le tengo una envidia de la buena, sobre todo porque yo soy plana como tabla. Fay aparte era una niña encantadora, todas curvas pronunciadas, con un laaaargo cabello como el de Mérida, salvaje y rojo; su cara la de un querubín, regordeta y con mejillas sonrojadas 24/7, de piel pálida y llena de pecas, hasta en el poto.
Y sí, las verifiqué. Amigas que se depilan la cuca permanecen unidas.
Así que no sé de dónde salió las ganas de la Mila de siempre hablar del físico de la Fay, ¿envidia, quizá?
Los ojos verdes esmeraldas de la Fay, centelleantes como la copa de los árboles en verano, emitieron un dije de preocupación, pero yo solo la tranquilicé con un gesto diciendo: «tengo esto».
—No estamos hablando de pelirrojas naturales —hice énfasis moviendo mis cejas en la dirección de su pelo rojo sangre; luego, me incliné para ver mejor a sus amigas, que también tenían el colo fantasía—. Estaba en oferta el L’Oreal, parece.
Se le fueron todas las sonrisas.
—Ja, ja. ¿Quieren, otakus? —y la muy zorra tomó jugo de naranja, luego tiró frente a nosotras la caja como la cerda que es—. El Zamorano quiere puro echarte, Isidora, te tiene cachadita y ya está en marcha para firmar algo, ponerse de acuerdo con varios apoderados, quizá una petición para que sea lo más pronto posible.
—¿Y viniste a advertirme? Aw, qué considerada, gracias. En serio, tu tremendo hocico es de mucha ayuda.
—Vengo a reírme de ti antes de que te vayas y no vuelva a tener la tremenda desgracia de tenerte frente a frente —se inclinó hacia mí, clavando sus escalofriantes ojos cafés en los míos—. ¿En serio crees que te queda mucho tiempo aquí? Puede que el director los tenga bajo sus alas, a los tres enfermos, pero ya harás algo que no tenga más remedio que expulsión… incuso diría cárcel.
—¿Me estás haciendo una invitación para terminar la nivelación de ñata que te hice? ¿Cómo está tu nueva nariz, por cierto? ¿Te la pudieron pegar con todo esos golpes que te di o era mucho moco el que tenías?
Ella se echó para atrás, tapándosela con miedo.
—¡E-Erí una burra!
—Burra. Mi prima de diez años insulta mejor que vo, sarnosa estólida —me giré para mirar directamente a la Fay, dándole toda la espalda a la otra—. ¿En qué estábamos antes de que nos interrumpiera la Annabelle con distemper?
Fay no contestó, abrió la boca de la sorpresa antes de que me cayera algo frío encima.
El olor asqueroso y poderoso me avisó al tiro qué era y me paré de golpe, sintiendo como mi nariz y garganta ardían. Realmente ardían.
Colonia. Me tiró su perfume. De abuela, cabía señalar.
Iba a arrancarle la sonrisa victoriosa que tenía en la cara, pero la Fay me arrastró fuera del comedor, con todos los estudiantes riéndose de nosotras, antes de que empezara a estornudar.
Y mis estornudos eran… em, fuertes.
—¡Achú! —me elevé en el piso sus buenos tres metros.
—¡Baja, baja! —imploró la Fay, corriendo en círculos debajo de mí—. ¡Capaz vengan de nuevo! ¡A rematar! ¡Las escucho a la vueltaaaa! ¡Baja, baja!
Toqué piso y la Fay me alcanzó a agarrar para la siguiente oleada de estornudos, clavándome a la tierra. Mis ojos comenzaron a lagrimear, y no paraba. Estaba cubierta del perfume al que le tengo un desprecio absoluto: la Milena debió de recordar las veces que nos tocaba educación física, y cómo yo reclamaba porque dejaban la sala pasada a esa colonia. Esa de guagua, la Babyland, que era 90% alcohol y 10% más alcohol.
Lloriqueé y pataleé. Sentí el ardor por toda la parte superior de mi cuerpo.
—Mi nariz —sollocé, incapaz de oler algo además del horrible olor a perfume o poder abrir los ojos. Las lágrimas dejaban borroso el mundo—. Me duele. Odio esto… odio el colegio. Siempre es lo mismo… no paran hasta que la salvaje de Isidora mande a alguien al hospital, claro, claro, me echan la culpa, ¡pero nunca lo hago sin razón! ¿Es que nadie ve por qué los ataco? ¡Nunca les perdono que se metan con alguno de ustedes! ¡Mira cómo nos dejaron!
—Lo sé. Se pasaron —me consoló, frotándose contra mi cabeza—. Ven, vamos donde el Lucho para mostrarle lo que hicieron para que la suspendan… y reten a todos.
—¿Con qué pruebas? Va a salir con un: se fueron en la volá con el jugo.
La perla sacó su teléfono de entre sus tetas… y eso sí lo vi, porque brillan como el tesoro de un duende al final del arcoíris.
—Grabé todo.
La miré como un náufrago a un vaso de agua.
—Te amo.
—Lo sé.
—No, en serio, te amo. Con todo mi corazón… si fueras lela te haría mi polola, mi consorte y te daría como caja…
—Yaaaa —se rió, tapándome la boca—. Lástima que no lo soy. Vamos.
—Piénsalo —le dije—, quedé sin olfato, pero igual tengo lengua.
—Es por acá.
—Ya sabía. —dejé que me tirara hacia la oficina del director.

Descendientes de sangre, tormenta y espina. | SAGA ULTRAMUNDO - 1 |Donde viven las historias. Descúbrelo ahora