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Camino real, reino de Ekios - Proximidades al pueblo de Lille

—No quiero que los trates mal —Soltó de repente Maylea con la mirada clavada en la lejanía —. Mi familia... Ellos son buenas personas —Agregó girando el rostro para mirar a Lucien.

Aquella era la primera vez que hablaba desde que habían salido de la fortaleza de Kannet casi 15 horas atrás, pues tras el incidente con el café y el pésimo humor de Lucien, ambos jóvenes habían optado por permanecer en silencio durante todo el camino. El rey leyendo sus libros cómo era costumbre y la reina asomándose por la ventana para ver los paisajes.

—¿Yo? —El moreno frunció el ceño e hizo una mueca con un deje de indignación —. Por si aún no lo has notado, puedo ser todo un caballero —Aseguró sin tomarse la molestia de apartar los ojos grisáceos de su libro.

Fue entonces cuando ambos sintieron cómo el carruaje se detenía de manera abrupta y el relincho de los caballos se mezclaba con los gritos inentendibles del conductor. Maylea viró los ojos en todas direcciones para intentar descifrar lo ocurrido, pero no encontró mas que un cielo oscurecido por la ausencia de las estrellas, en el que las nubes se juntaban ocultando la luna y brillaba de vez en vez un relámpago que anunciaba la proximidad de una tormenta. Estaban en la mitad de la nada, rodeados por bosques y sonidos desconocidos.

—¿Qué pasa? —Preguntó inquieta.

—Quédate aquí —Le pidió Lucien.

Entonces abandonó el carruaje y se dirigió al frente, a donde ella no conseguía verlo. Iliam, que estaba dandole algunas ordenes a los hombres bajo su mando, descendió del caballo para acercarse a él en cuanto lo vio.

—Majestad debería regresar al carruaje —Le dijo mientras revisaba el perímetro con la mirada. Tarea que la oscuridad solo le dificultaba.

—¿Qué ha sido eso? —Preguntó el rey ignorando su consejo.

—Se ha rotó una rueda —Se unió a la conversación la voz ronca y trémula del cochero.

Un hombre mas bien mayor, que estaba de cuclillas en el suelo frente a la enorme caja de madera, mientras un pequeño de unos nueve años se encargaba de iluminar el lugar con una lampara de aceite.

—¿Una rueda? —Cuestionó Maylea asomándose por la ventana —. Dios, arreglarla va a tomarles horas. Siempre se lo decía a mi madre, el camino del rey es un desastre...

—¿Puede arreglarlo? —Carraspeó su esposo, reprendiéndola con la mirada.

—¿En medio de esta oscuridad y sin ayuda? Me disculpo majestad, pero me tomara un buen rato —Contestó el anciano avergonzado.

—¿A cuánto estamos del pueblo? —Preguntó Maylea con una sonrisa maliciosa dibujaba en el rostro.

Lucien la miró con los ojos entrecerrados y le bastó con ver la chispa que bailaba sobre sus pupilas para saber que le propondría una locura, así que de inmediato negó con la cabeza. Maylea intentó quitar el cerrojo de la puerta para poder abandonar el carruaje y explicarle su idea, pero éste estaba trabado, lo que la obligó a salir por la ventana. Acción que no le pareció tan descabellada hasta que cayó de bruces contra el suelo cubierto de lodo lastimándose las palmas de las manos, y rasgando la falda de su vestido decorada por piedras preciosas, lo que terminó dejando al descubierto su pierna derecha.

—¡Majestad! —Exclamó Iliam corriendo alarmado en su auxilio —. ¿Se encuentra bien? —Preguntó ofreciéndole las manos para ayudarla a levantarse.

Lucien los observó sin decir una sola palabra, pues ni siquiera alcanzaba a comprender lo que acababa de ocurrir. ¿Qué demonios pasaba por la cabeza de esa mujer? Se preguntó con el ceño fruncido y los ojos muy abiertos, en una expresión que detonaba asombro y al mismo tiempo fastidio.

OSBORNE: El destino de una dinastíaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora