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Antes había sido sólo algo turbio y confuso, una época en la que mi memoria nunca ha vuelto a sumergirse. Debía de ser como un sótano polvoriento, lleno de cosas y personas cubiertas de telarañas, tan confusas que mi corazón las ha olvidado.

Cuando llegaste, yo tenía trece años y vivía en el mismo edificio donde tú vives ahora, en el mismo edificio donde estás leyendo esta carta, mi último aliento de vida. Vivía en el mismo rellano, frente a tu puerta.Juraría que ya ni te acuerdas de nosotros, de la pobre viuda de un funcionario administrativo (iba siempre de luto) y de su escuálido hijo adolescente.

Era como si nos hubiéramos ido hundiendo en una miseria. Quizá no has oído nunca nuestros nombres porque, además de no tener ninguna placa en la puerta, nadie venía a vernos, nadie preguntaba por nosotros.

Hace ya tanto tiempo de aquello, años; no, seguro que no te acuerdas,querido. Pero yo, ¡oh!, recuerdo cada detalle con fervor; recuerdo como si fuese hoy el día, no, la hora en que oí hablar de ti por primera vez y cuando por primera vez te vi. Y cómo no habría de recordarlo, si fue entonces cuando el mundo empezó a existir para mí.

Permíteme, querido, que te lo cuente todo desde el principio. Espero que no te canses durante este cuarto de hora en que vasa oír hablar de mí, igual que yo no me he cansado de ti a lo largo de mi vida.

Antes de que te mudaras a nuestra casa, vivía detrás de tu puerta una gente desagradable y malvada, de talante violento. Siendo pobres como eran, lo que más odiaban era la pobreza de sus vecinos, la nuestra, porque no queríamos tener nada que ver con la tosca brutalidad proletaria. El hombre era un borracho y pegaba a su mujer.

A menudo nos despertábamos durante la noche por el estruendo de sillas caídas o platos rotos. Una vez la esposa llegó a correr por las escaleras con la cabeza sangrienta y los pelos revueltos, seguida de su marido, borracho, hasta que la gente salió de sus casas. Lo amenazaron con llamar a la policía. Mi madre, ya desde un principio, había evitado cualquier tipo de relación con ellos y me prohibió hablar con sus hijos, quienes aprovechaban cualquier oportunidad para resarcirse conmigo.

Cuando me encontraban por la calle me insultaban, incluso llegaron a lanzarme una bola de nieve tan apretada que me empezó a sangrar la frente. Todos los vecinos sentían hacia ellos un odio instintivo y, cuando de pronto sucedió algo —creo que encerraron al hombre por robo— y tuvieron que mudarse, pudimos respirar tranquilos. En el portal estuvo colgado por un par de días un cartel que decía:

«casa en alquiler»

Fue retirado unos días más tarde y, através del portero, se extendió el rumor de que un joven escritor, un hombre tranquilo y solitario, había alquilado el piso. Así fue como oí tu nombre por primera vez.

«Jeon Jungkook»

Unos días después vinieron unos pintores, unos tapiceros y una brigada de limpieza para quitar todo lo que los antiguos inquilinos habían dejado en el piso.Empezaron a dar martillazos, a picar, a limpiar y a rascar,mi madre estaba contenta porque, según decía, aquello era el fin de ese sucio desorden.

No te llegué a ver durante la mudanza: todos estos trabajos los supervisaba tu mayordomo, ese mayordomo señorial de pelo gris, pequeño y serio, que lo dirigía todo con aire de entendido, silencioso y preciso. Eso nos impresionaba mucho a todos; primero porque tener un mayordomo de tanta categoría en nuestra vecindad era algo completamente nuevo y, después, porque era muy atento con todos, aunque mantenía cierta distancia respecto al servicio doméstico a entablar conversaciones amistosas.

Desde el primer día saludó a mi madre respetuosamente, como a una dama, e incluso conmigo, el chiquillo, el señor se mostraba amable y educado. Cuando te nombraba, lo hacía siempre con cierta veneración,con un respeto singular —se veía en seguida que sus sentimientos eran más que los de un fiel servidor— Y por eso lo quise tanto al viejo Choi, aunque envidiaba que pudiera estar siempre a tu alrededor, sirviéndote.

Te explico todo esto, querido, todas estas pequeñas, casi ridiculas cosas, para que entiendas el poder que tenías sobre mí, aquel tímido y asustadizo niño. Ya antes de entrar en mi vida, un halo nimbaba tu persona. Estabas rodeado de una atmósfera de lujo, de maravilla y misterio. Todos los vecinos de aquella casa humilde (la gente que tiene una vida opaca siempre curiosea todo lo que pasa más allá de su puerta) esperábamos impacientes tu llegada. Y, en mi caso, esa curiosidad aumentó cuando un medio día, al llegar del colegio, vi el camión de mudanzas delante de casa.

La mayor parte del mobiliario, las piezas más pesadas, ya las habían subido los mozos. Ahora sólo se llevaban cosas pequeñas hacia arriba. Me quedé de pie en la puerta para poder admirarlo todo. Tus cosas eran muy especiales, tanto que nunca antes había visto nada igual: había fetiches indios, esculturas japonesas, grandes y deslumbrantes cuadros. Finalmente vinieron los libros, tantos y tan bonitos que nunca hubiera imaginado que pudieran existir.Los iban apilando en la puerta, los cogía el mayordomo, uno por uno, y les quitaba el polvo con cuidado.

Me acerqué sigilosamente para contemplar cómo iba creciendo la pila. Tu criado no me echó, pero tampoco me animó a quedarme allí. No me atreví a tocar nada, aunque me hubiese gustado acariciar el suave cuero de algunas cubiertas. Miré alguno de los títulos tímidamente: algunos eran ingleses o japoneses, y otros en idiomas que no entendía. Creo que los hubiese podido estar mirando durante horas, pero mi madre me llamó.

En toda la noche no pude pensar sino en ti, aun antes de conocerte. Yo sólo tenía una docena de libros baratos, encuadernados con cartones rotos, y los quería más que a nada en el mundo, los leía una y otra vez. Y ahora me asediaba la pregunta de cómo sería el hombre que poseía y había leído tantos y tan maravillosos libros. Tenía que ser un hombre muy rico y culto para dominar tantos idiomas. Se me despertaba una especie de etérea veneración al pensar en todos esos libros.

Traté de imaginarte: eras un señor con gafas y una barba abultada, parecido a mi profesor de geografía, sólo que más benévolo, más guapo y más cortés. No sé por qué estaba tan convencido de que tenías que ser guapo,aun creyéndote un hombre mayor.

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