04

325 72 1
                                    

Es humilde y servil, tan receloso y apasionado como nunca puede serlo el amor inadvertidamente exigente y lleno de deseo del joven adulto. Sólo los niños solitarios pueden contener su pasión. Los otros hablan de sus sentimientos en grupo, se abren estimulados por la confianza y han oído hablar y han leído mucho sobre el amor; saben que es un destino común para todos.Juegan con él como con un juguete, presumen de él como los muchachos con su primer cigarrillo.

Pero yo ... yo no tenía a nadie en quien confiar, nadie me había instruido ni prevenido, ni tenía experiencia alguna. No sabía nada. Me entregué ciegamente a mi destino como quien se lanza a un abismo. Todo lo que crecía y florecía en mí se volcaba en ti, no dejaba de soñar contigo, mi único confidente.

Mi padre hacía tiempo que había muerto; mi madre se me hacía extraña con su eterno abatimiento y sus escrúpulos de viuda pensionista; y las disolutas compañeras del colegio me repelían porque jugaban frívolamente con lo que a mí me llenaba de pasión. Por eso concentré en ti todo lo que en circunstancias normales se hace añicos y se dispersa.

Te ofrecí todo mi haz de sentimientos y toda mi impaciente persona. Para mí eras ... ¿cómo explicártelo?, cualquier comparación sería pobre. Para mí lo eras todo, toda mi vida. Todo existía sólo si tenía relación contigo, toda mi vida sólo tenía sentido si se vinculaba a ti. Transformaste toda mi existencia.

En el colegio pasé a ser el primero de la clase,ya no más un alumno mediocre e indolente. Leía mil libros hasta altas horas de la madrugada porque sabía que tú los adorabas. De pronto, para asombro de mi madre, empecé a tocar el piano de forma obsesiva porque creía que amabas la música. Lavaba y cosía mi ropa sólo para parecerte pulcro y aseado.

Me horrorizaba que mi viejo uniforme del colegio tuviera un remiendo cuadrado a la izquierda. Temía que lo pudieras detectar y me despreciaras; por eso lo escondía siempre detrás de mi mochila mientras subía las escaleras corriendo.

¡Qué ingenuo era!

Tú apenas volviste a fijarte en mí, apenas me miraste otra vez.Y con todo, yo no hacía otra cosa en todo el día que esperarte y espiarte.Nuestra puerta tenía una pequeña mirilla de latón, por cuyo agujero redondo se podía ver la puerta de tu casa. Esta mirilla —no, no te rías, querido; aún hoy, aún hoy no me avergüenzo de aquellas horas— era el ojo por el que yo veía el mundo. Allí, en el recibidor helado, temiendo las sospechas de mi madre, pasé muchos meses y años con un libro en la mano, tardes enteras al acecho, tenso como la cuerda de un violín que vibraba cuando tu presencia la rozaba.

Siempre estaba a tu alrededor, siempre en tensión y movimiento, pero tú no podías advertirlo; era como la presión del muelle del reloj que llevas en el bolsillo, que pacientemente cuenta y mide tus horas a oscuras, que te acompaña en tu trayecto con palpitaciones inaudibles y sobre el cual tu mirada rápida se desliza solamente una vez en millones de segundos interrumpidos. Lo sabía todo sobre ti, conocía cada una de tus costumbres, cada corbata, cada traje; llegué a distinguir a todos tus conocidos y separé los que más me gustaban de los que me resultaban antipáticos.

De los trece a los dieciséis años viví cada hora dentro de ti.Ah, ¡cuántas tonterías llegué a hacer! Besaba el picaporte de la puerta que había tocado tu mano, robaba las colillas de los cigarrillos que habías tirado antes de entrar; para mí eran sagradas porque habían tocado tus labios. Por las noches bajaba cien veces a la calle con cualquier pretexto para ver en cuál de tus ventanas había luz y sentir tu presencia invisible con mayor certeza. Las semanas que te ibas —siempre se me helaba el corazón cuando veía que el bueno del señor Choi bajaba tu bolsa marrón de viaje— mi vida se detenía, no tenía sentido alguno. Iba arriba y abajo, de mal humor, aburrido, enojado, y siempre tenía que ir con cuidado para que mis ojos llorosos no descubrieran mi desesperación a mamá.Sé que todo esto que te cuento son exaltaciones ridículas, chiquilladas.Debería avergonzarme, pero no lo hago porque mi amor por ti nunca fue tan puro y tan apasionado como en aquellos excesos pueriles.

Podría explicarte durante horas y días cómo vivía contigo por aquel entonces, aunque apenas conocías mi cara. Si me topaba contigo por las escaleras, y no había forma de evitarlo, el miedo a tu mirada ardiente me hacía pasar corriendo, cabizbajo,como el que se tira al agua, no fuera caso que el fuego me abrasase. Podría hablar durante horas y días de lo que para ti desapareció hace mucho tiempo, reconstruir el calendario de tu vida, pero no quiero aburrirte, no quiero atormentarte. Sólo te confiaré la experiencia más hermosa de aquellos años, y sólo te pido que no te burles de su insignificancia; para mí, tan niño, era un infinito.

Los minutos transcurrían y el novelista no despegaba los ojos de aquellas páginas que revelaban la vida de alguien que no recordaba.

DESCONOCIDODonde viven las historias. Descúbrelo ahora