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Esa llamada estridente, que contrastaba con el silencio que le siguió, cuando mi corazón y mi sangre se detuvieron, aún hoy me traspasa los oídos, entonces sólo pendientes de si abrías la puerta.Pero tú no apareciste. Nadie vino a abrir la puerta. Probablemente habías salido esa tarde, y el señor Choi quizás estaba comprando.

A oscuras, y aún con el sonido del timbre retumbando en mis oídos, volví a nuestro piso sin muebles, vacío, y me dejé caer encima de una manta de viaje, exhausto, como si hubiese estado durante horas con una profunda capa de nieve bajo mis pies. Pero, por debajo de ese cansancio, me quemaba la determinación inagotable de verte, de hablar contigo antes de que me llevaran.

No era un pensamiento sensual, porque aún era inexperto. Sólo podía pensar en ti: sólo quería verte, verte aún otravez y pegarme a ti. Toda la noche, toda esa larga y espantosa noche, querido,estuve esperándote. En cuanto mamá se tumbó en la cama y se quedó dormida,me acerqué de puntillas al recibidor para escuchar a través de la puerta y saber en qué momento regresabas a casa.

Estuve esperando toda la noche, aunque era una noche gélida de enero. Estaba cansado, tenía el cuerpo dolorido y ya no quedaban butacas donde sentarse, de modo que opté por tumbarme en el suelo frío, aunque me llegaba una corriente de aire por debajo de la puerta. Estaba solamente con un fino camisón sobre el suelo helado, que me hacía daño porque no me abrigaba ninguna manta.

No quería sentir calor por miedo a dormirme y no oír tus pasos. Tenía calambres en los pies y los brazos me temblaban. Tenía que levantarme continuamente por el frío que hacía en esa horrible oscuridad.Pero esperé, esperé y te esperé como si estuviese esperando mi destino.Finalmente —debían de ser las dos o las tres de la madrugada— oí que abajo se abría la puerta principal y justo después unos pasos de alguien que estaba subiendo las escaleras. Se me pasó el frío de golpe, me entró una calentura inesperada. Abrí nuestra puerta sigilosamente, dispuesto a precipitarme encima de ti para caer a tus pies.

¡Ah, no sé que hubiese hecho en aquel momento, loco de mí!

Los pasos se acercaban, la luz temblorosa de una vela subía hacia mí.Temblando, agarré el pomo de la puerta. ¿Eras tú quien se acercaba?Sí, querido, eras tú, pero no ibas solo. Oí una risa íntima, el crujir de unos zapatos y cómo tú hablabas en voz baja. Regresabas a casa con un chico.

No sé cómo pude sobrevivir a aquella noche. A la mañana siguiente, a las ocho, me llevaron hacia Busan; ya no me quedaban fuerzas para resistirme. Mi hijo murió ayer por la noche —ahora volveré a estar de nuevo solo, si es que tengo que seguir viviendo—. Mañana vendrán unos hombres desconocidos vestidos de negro, toscos, cargados con un ataúd y colocarán dentro a mi pobre hijo, mi único hijo.

Quizá también vengan unos amigos y le traigan coronas de flores, pero, ¿qué sentido tienen unas flores en el ataúd? Me consolarán, me dirán cualquier cosa, palabras, palabras; ¿de qué me servirán? Sé que después tendré que volver a estar solo, y no hay nada más terrible que estar solo cuando estás rodeado de gente.

Lo sé desde entonces, desde aquellos dos interminables años en Busan, de mis dieciséis a mis dieciocho. Viví como un recluso, como un desterrado entre la familia. Mi padrastro, hombre muy calmado y de pocas palabras, fue bueno conmigo; mi madre, como para arreglar una injusticia involuntaria, se mostró siempre dispuesta a complacerme en todo lo que estuviera en sus manos; había jóvenes que se interesaban por mí, pero los rechazaba a todos con obstinación vehemente. No quería ser feliz ni estar contento lejos de ti; yo mismo me encerré en un mundo lúgubre de soledad en el que me atormentaba.

No me puse los pantalones nuevos que me compraron, me negué a ir a los conciertos, al teatro, a hacer excursiones en compañía de nadie. Apenas salía de casa. ¿Te puedes creer, querido, que no conozco ni diez calles de esta pequeña ciudad en la que viví dos años? Estaba dolido y quería estarlo; estaba embriagado de nostalgia y de no poder verte.

Ante todo no quería dejar en mi pasión de vivir solamente para ti. Me quedaba solo en casa, horas y hasta días enteros sólo pensando en ti. A cada momento, siempre con aquel centenar de pequeños recuerdos, revivía cada encuentro en nuestra escalera, cada momento que había estado esperándote, y me representaba esos pequeños episodios como lo hacen en el teatro.Y por eso, porque repetí cada segundo de nuestros incontables momentos,toda esa época se me ha quedado profundamente grabada en la memoria, de tal forma que siento cada minuto de aquellos tiempos con tanta vivacidad y pasión como si se me hubiese filtrado ayer mismo en la sangre.

En aquellos años sólo viví para ti. Compré todos tus libros; cada vez que tu nombre aparecía en los periódicos era un día de fiesta para mí. ¿Puedes creer que me sé de memoria cada línea de tus libros de tantas veces como los he leído?.Si alguien me despertara por la noche y me empezara a recitar un fragmento,aún ahora, después de trece años, podría continuarlo en sueños. Cada palabra tuya era para mí como el evangelio y el padre nuestro.

Todo el mundo existía únicamente en relación a ti: buscaba los conciertos y los estrenos en los periódicos sólo pensando en cuáles te podrían haber interesado y así acompañarte desde la lejanía: ahora entra en la sala y ahora se sienta. Lo soñé mil veces por haberte visto un día en un concierto.Pero, ¿de qué me sirve contarte todo esto, la obsesión frenética contra mí mismo, compulsiva, tan trágica y desesperada de un niño abandonado?¿De qué sirve contárselo a alguien que nunca lo ha sospechado, que nunca lo ha sabido?

Cumplí los diecisiete años, los dieciocho, y los jóvenes en la calle empezaban a darse la vuelta para mirarme cada vez que pasaba por su lado, pero a mí me ponían enfermo. Porque pensar en el amor o simplemente en un flirteo con otra persona que no fueras tú se me hacía tan incomprensible, tan inimaginable, que sólo la tentación me hubiera parecido un delito.

Mi pasión por ti seguía siendo la misma, pero era distinta con relación a mi cuerpo, que tenía los sentidos más despiertos: se convirtió en una pasión más fogosa, más corporal,más de hombre. Y aquello que el niño que había llamado al timbre de tu puerta, en su voluntad confusa y desorientada, no había imaginado antes, era en ese momento mi único pensamiento: ofrecerme a ti, entregarme a ti.

La gente de mi entorno me tenía por una chico tímido, decían que era vergonzoso (yo guardaba mi secreto tozudamente sin abrir la boca), pero en mí fue creciendo una voluntad de hierro. Todas mis ideas y aspiraciones iban en una sola dirección: volver a Seúl, volver contigo. Y me empeñé en ello con toda mi voluntad, por más absurdo e incomprensible que les pudiera parecer a los demás.

Mi padrastro era un hombre adinerado y me consideraba su propio hijo. Pero con exasperada tozudez me obstiné en ganar dinero por mi cuenta y por fin regresé a Seúl, donde pude hacer de administrador en una gran tienda de confecciones de un pariente.¿Es necesario que te cuente qué fue lo primero que hice cuando llegué a Seúl?

Después de dejar las maletas en la estación, me apresuré a coger un taxi —qué lento me pareció que iba; cada parada en los semáforos me sacaba de quicio—,una vez llegue al lugar fui corriendo hasta delante de nuestra casa.

DESCONOCIDODonde viven las historias. Descúbrelo ahora