CAP2. ENCONTRANDO

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Cuando al fin terminé de limpiar esa casa, miré mi reloj y me di cuenta de que ya era bastante tarde. Me dejé caer en el piso de una sala que ya no era ni la sombra de la habitación a la que horas antes había arribado, y suspiré agotada y complacida.

Mirando a todos lados, pensé que debía hacer algunas compras, al menos, pues en mi alacena ya no tenía ni telarañas, y yo tenía rato con demasiada hambre.

A punto de levantarme del piso, la puerta de mi casa se abrió y pude ver una aparición que me congeló el alma. Una niña, de escasos siete años, que era la viva imagen del hombre que hacía horas había echado del lugar, apareció de la nada ante mí.

—¿Esta es tu casa? —preguntó la pequeña, escudriñando con la mirada cada espacio del lugar.

Asentí sin poder apartar mis ojos de sus hermosos ojos marrones que se posaron sobre mí. Yo no podía abrir la boca, no sin llorar, al menos.

» Me llamo Iliana —informó ella, sonriendo—, a mis hermanas y a mí nos gusta venir aquí a jugar. Jugamos a que somos una familia y tenemos unos padres que están de viaje.

—Pues ya no pueden venir más —sentencié con la voz ahogada—, la casa no estará sola.

—Entiendo —aseguró la pequeña, volviendo a desplazar la mirada por el lugar, como si estuviera fascinada con lo limpio que se veía—. Aquí íbamos a festejar mi cumpleaños, cumpliré siete.

—Ya no pueden —musité a punto de soltar el llanto.

—Lo sé —aceptó, volviendo a sonreírme—, tendrá que ser en el orfanato.

La miré, sorprendida, casi dolida. Si lo que atravesaba por mi cabeza era lo que había pasado, yo no iba a perdonar a mi abuelo, no podría hacerlo jamás.

» Mejor me voy —anunció, mirando su reloj de pulsera antes de agitar su mano frente a mí, y entonces se fue, dejándome con los ojos llenos de unas lágrimas que no le dejaría ver.

Iliana se fue y yo tomé mis llaves para conducir hasta una casa que tenía cinco años sin pisar.

Iba furiosa, llorando de rabia. Yo no podía creer que él hubiera hecho eso, no quería creer que mi abuelo fuera tan malo.

Es decir, sí, él me había echado de mi casa años atrás sin importarle cómo estaba yo, pero eso tal vez me lo había buscado. Aunque, si para eso me había quitado a mi hija, yo lo odiaría en serio.

Toqué a la puerta furiosa y, cuando una niña, no tan diferente a la que minutos antes dejara mi casa, abrió la puerta, mi coraje se convirtió en confusión.

—¿Iliana? —pregunté con un hilo de voz.

La pequeña frente a mí sonrió, negando con la cabeza.

—Ella y yo nos parecemos mucho —dijo una voz más ladina, que retumbó en cada célula de mi ser, adoleciendo todo mi cuerpo y dejándome sin aire—. Soy Liliana.

Le sonreí, no sé cómo, pero le sonreí y me obligué a tragar el grueso de saliva que me estaba ahogando para poder hacerle una pregunta.

—¿Está el señor Jaime Grullol? —pregunté fingiendo que no me moría de ganas por abrazarla.

Ella asintió y me dirigió a la sala de una casa que yo conocía demasiado bien.

Liliana salió de la sala en donde me dejó, sin saber que dejaba atrás una indescriptible emoción naciendo en mí.

Habían pasado siete años desde la última vez que yo había visto a mi hija. Estaba tan feliz de verla de nuevo y tan dolida de no poder recuperarla, que no podía dejar de temblar.

RECUPERÁNDOLOSDonde viven las historias. Descúbrelo ahora