Comenzaba la última semana de marzo cuando Grantaire se dijo que la primavera estaba en su punto álgido ese año.

Llevaba varias horas pintando en el Jardín de las Tullerías, pero, aunque ya no tenía el mismo aguante que antaño —hacía un par de años que la espalda y las caderas le protestaban si permanecía demasiado tiempo de pie—, todavía no se había visto capaz de parar. La luz suave de la tarde, los colores del jardín, las corolas lustrosas de las flores, el frescor de la tierra... Grantaire quería plasmar todo aquello en su lienzo antes de que oscureciera, dejándose llevar por una inspiración arrebatadora e inefable en la que solo las musas le guardaban compañía.

Su atención estaba tan centrada en ellas, de hecho, que tardó en percatarse de que otra de carne y hueso se le había acercado por la espalda.

—Grantaire.

Grantaire, sobresaltado incluso de su trance por el sonido de esa voz —esa voz que conocía como la suya propia, que había añorado como se añora la propia cuando el silencio de la tristeza se asienta en el alma—, se giró de golpe. Como una visión imposible, Enjolras estaba de pie a su lado, su figura iluminada por el sol de un atardecer que dibujaba su contorno y realzaba el halo dorado de sus cabellos, el rojo intenso de sus ropas...

A Grantaire le habría hecho gracia que vistiera de esa forma para ir a la asamblea si hubiese podido respirar.

—Ah... ¿Qué haces aquí? —fue todo lo que logró decir, demasiado patidifuso para reaccionar de otro modo.

—He terminado temprano hoy. —Enjolras sonreía mientras sus ojos le recorrían el rostro incesantes, y Grantaire casi se sonrojó bajo su mirada. Parecía querer quedarse con cada parte de él, como si, al igual que él, Enjolras hubiera temido haber empezado a olvidar su rostro en los últimos tiempos—. Sabía que algunas tardes vienes aquí a pintar. Tenía una corazonada.

Grantaire asintió lentamente, todavía embotado por la sorpresa. Sus dedos se habían quedado rígidos alrededor del pincel y todo lo que quería hacer era tirarlo a un lado; abalanzarse sobre Enjolras, decirle cuánto lo había echado de menos, dejar que sus labios rozaran su frente mientras los suyos buscaban su boca, desesperados...

Por supuesto, incluso en su atontamiento, sabía que no podía hacer eso. No mientras estuvieran en público, en ese parque por el que todavía cruzaban numerosos paseantes a la luz purpúrea del crepúsculo.

—Acertaste —murmuró. Y después, tras carraspear—. Am, entonces... ¿tienes tiempo hoy? —Enjolras asintió. La garganta de Grantaire terminó de cerrarse—. ¿Quieres... venir a casa?

Enjolras volvió a sonreír, esta vez de lado, con un toque burlón. A Grantaire le pareció increíble haber echado de menos esa sonrisa solo durante dos semanas, cuando ahora se sintió beber de ella como las flores a su alrededor lo hacían de los últimos haces del sol tardío.

—Estaba esperando que me lo propusieras.

Grantaire quiso reír, pero algo dentro de sí, una impaciencia contra la que no se sentía capaz de luchar, se lo impidió. En cambio, dejó por fin el pincel y comenzó a recoger sus otros útiles de pintura, su caballete, su paleta; Enjolras lo ayudó en silencio, y a Grantaire le pareció que ambos contenían un estremecimiento cuando sus manos se rozaban fortuitamente en el proceso.

No mucho después, los dos abandonaban el parque y cruzaban el puente del Carrusel para tomar el muelle Malaquais, hacia el apartamento de Grantaire... su apartamento. Su hogar, pues seguía siendo también el de Enjolras, el de su pequeña familia.

—Creía que ahora estarías aún más ocupado de lo normal, con todo lo de las elecciones —comentó Grantaire con cierta torpeza, tratando de sacar conversación mientras andaban—. ¿Cuándo eran al final?

"Amor, tuyo es el porvenir"Donde viven las historias. Descúbrelo ahora