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No me reconociste entonces. Y cuando dos días más tarde tu mirada me envolvió con una cierta familiaridad al volver a encontrarnos, no reconociste en mí a aquel niño que te había querido y al que habías hecho despertar,sólo viste al hermoso joven de dieciocho años que se había cruzado en tu camino dos días antes en ese mismo lugar.

Me miraste agradablemente sorprendido, se te escapó una leve sonrisa. Volviste a pasar de largo pero retrocediste enseguida: yo temblaba, estaba exultante de alegría, rogaba que me hablases. Noté que estaba vivo para ti por primera vez y ralenticé el paso, no te evité. De repente te sentí justo detrás de mí sin necesidad de darme la vuelta y supe que, por primera vez,escucharía tu adorable voz dirigida hacia mí. La expectativa era paralizante, creí que iba a tener que detenerme de tantos martillazos que me daba el corazón, y entonces apareciste a mi lado. Me hablaste como lo haces tú normalmente, de manera desenfadada y alegre, como si fuéramos amigos desde hacía años y no tenías la más mínima idea de mí, nunca fuiste consciente de lo que había sido mi vida.

Me hablaste de forma tan seductora y natural, que hasta fui capaz de responderte. Caminamos juntos hasta el final de la calle. Me preguntaste si quería que fuésemos a cenar juntos y acepté. ¿Me habría atrevido yo a negarte algo?.Comimos en un restaurante pequeño. ¿Te acuerdas dónde fue? No,seguramente no distingues esa velada de otras tantas parecidas, porque, ¿quién era yo para ti? Uno entre cien, una aventura más de una cadena interminable.

Además, ¿qué podría haberte hecho recordarme? Hablé más bien poco; estaba tan sumamente feliz de tenerte cerca de mí, de oírte hablar conmigo, que no quería estropear ningún momento con preguntas o con cualquier palabra necia.Te estoy agradecido. No olvidaré nunca aquel día y lo mucho que correspondiste a mi veneración apasionada; cuán sensible fuiste, qué delicadeza, qué tacto,ningún gesto inoportuno, ninguna de esas caricias rápidas vacías de sentimiento.

Desde el primer momento mostraste una confianza tan segura y amistosa, que me habrías ganado igualmente aunque no hubiera llevado tanto tiempo siendo tuyo en cuerpo y alma.

¡Ah, no sabes cuánto supiste satisfacerme sin decepcionarme, después de cinco años de esperanzas infantiles!.Se hizo tarde y nos levantamos para irnos. En la puerta del restaurante me preguntaste si tenía prisa o si aún podía estarme contigo un rato más. ¿Cómo

hubiese podido ocultar que estaba a tu disposición?Respondí que aún disponía de tiempo. Entonces, después de un pequeño instante de vacilación, me preguntaste si quería ir un rato a conversar a tu casa.

—Me gustaría —dije con toda la naturalidad de mis sentimientos, y me di cuenta enseguida de que la rapidez de mi respuesta no te dejaba indiferente, no sé si te hizo sentir ridículo o si te puso contento, pero en cualquier caso te sorprendió.

Hoy entiendo tu sorpresa; sé que los chicos correctos, aunque tengan el más fervoroso deseo de entregarse, suelen negar su disposición, fingen un sobresalto o indignación que exige ser aquietado con súplicas, mentiras, juramentos y promesas. Sé que quizá sólo las profesionales del amor, los prostitutos, aceptan en el acto una invitación parecida con alegría, o las muchachas del todo ingenuas,las y los totalmentes inmaduros.

En mi caso, sólo intervino —¿cómo podías intuirlo?—la voluntad convertida en palabra, el anhelo reprimido de miles de días. Pero, por

una cosa o por otra, te quedaste asombrado y empezaste a mostrar interés por mí. Mientras andábamos y conversábamos noté que me examinabas de reojo, no sé muy bien cómo te sentías, pero estabas sorprendido. Tu sensibilidad hacia todo lo humano, esa mágica seguridad en ti mismo, hizo que notaras algo raro enseguida: aquel chico tan bonito y confiado debía de esconder algún secreto.

Tu curiosidad se despertó y, por las preguntas que me hacías, me di cuenta de que querías descubrir qué ocurría. Pero conseguí evitarlo: prefería parecer un poco alocado a confesarte mi secreto.Subimos a tu piso. Disculpa, querido, si te digo que no puedes entender qué significaban para mí esas escaleras, ese rellano, que vértigo, qué confusión, qué

suerte tan inesperada, tan angustiosa, casi mortal.

Aún hoy no consigo acordarme de todo aquello sin que los ojos se me llenen de lágrimas, incluso ahora que ya no me quedan. Pero imagínate, en cierta forma, todo estaba impregnado de mi pasión. Cada detalle era un símbolo de mi adolescencia, de mi melancolía: el portal donde había estado esperándote mil veces, las escaleras que siempre estaba controlando por si oía tus pasos y donde te había visto por primera vez, la mirilla donde había dejado mi alma, la alfombra de delante de tu puerta donde ese día me arrodillé, el ruido de tus llaves que siempre me despertaban con un sobresalto.

Toda mi infancia y mi gran pasión habían transcurrido en aquellos

pocos metros cuadrados, allí estaba toda mi vida; y ahora ésta se precipitaba sobre mí como una tormenta, porque todo,absolutamente todo se estaba haciendo realidad, y yo estaba entrando contigo, yo contigo, en tu casa, en nuestra casa. Piensa que todo lo que había hecho hasta llegar a tu puerta —suena banal pero no sé decirlo de otra forma— había sido la realidad, el mortecino mundo cotidiano de toda una vida, pero allí empezaba mi mundo infantil, mis fantasías,el reino de Aladín.

Si tienes en cuenta que había mirado mil veces con ojos ardientes hacia esa puerta que ahora estaba atravesando tambaleándome, podrás suponer —sólo lo podrás suponer, amor mío, nunca lo sabrás del todo— lo llenó de tanta vida, todo en ese apasionante minuto.

DESCONOCIDODonde viven las historias. Descúbrelo ahora