"Que la muerte de una persona a la que quieres
no suponga la muerte de ti misma".
Nuevo día en la universidad. Atenea, una chica pelirroja con las ideas muy claras sobre su futuro, se encontraba al fondo de la clase. A su derecha, Sara, una chica morena y menuda, de las pocas personas que se llevaban bien con ella. Delante, Alberto, un chico creído con el ego por las nubes, con alguna que otra adicción y sin comportarse bien con casi nadie.
Atenea, que estaba aburrida de escuchar el parloteo de su profesora, se distraía mirando por la ventana, aunque no pasara nada interesante ahí afuera.
Alberto, que en vez de estar bien sentado, tenía la espalda apoyada en la pared, se percató de la distracción de su compañera y decidió darla un pequeño e indoloro golpe en su cara sacándola de su ensimismamiento.
— ¿Pero qué haces, imbécil? —gritó la pelirroja enfadada.
—Atenea, fuera de clase —la profesora, a la que no la quedaría mucho para jubilarse, alzó su tono de voz y señaló la puerta.
—Ha empezado él, me está molestando —replicó.
Se fijó en que la mujer tenía sus furiosos ojos clavados en ella por lo que decidió salir, molesta, muy molesta. Mientras tanto, el moreno se reía por lo bajo, de forma malévola.
Atenea tomó asiento en un escalón y suspiró. ¿Por qué ese estúpido tendría que sentarse delante de ella? Pero debía tranquilizarse, sucesos como el que acababa de vivir, la mantendrían tensa todo el día y aquella tarde acudiría a casa de Ariadna, la pequeña niña a la que cuidaba varios días a la semana. No podía estar de mal humor, se jugaría el trabajo y necesitaba el dinero.
Al llegar a casa, preparó algo rápido para comer y después, se echó la siesta aunque fuese media hora. Durante el tiempo que estuviera sumida en un profundo sueño, no pensaría en nada y se relajaría.
Una vez en el hogar de la niña, comenzó a ayudarla con los deberes y después de merendar, bailarían un rato con el Just Dance, algo que las divertía y que además servía para hacer ejercicio.
— ¿Qué tal la universidad? —quiso saber Ariadna.
—Bien, hoy he discutido con un tonto que me estaba molestando, pero nada serio —Atenea contestó sin apartar los ojos del libro de su alumna.
—Bueno, gente molesta hay en todos lados —siguió la pequeña, que era demasiado inteligente para su edad—. Es mejor no hacer caso, no vale la pena.
Atenea sonrió y siguió con la explicación de los ejercicios. Sabía que Ariadna tenía razón, aunque a ella le resultaba complicado no saltar cuando alguien la molestaba.
Cuando terminaron, y después de merendar, encendieron la tele para comenzar con los bailes. Por suerte, la niña vivía en un bajo, por lo que no molestarían a los vecinos con tanto trote.
Ambas se lo pasaban genial y se reían mucho, sobre todo cuando se des coordinaban porque no sabían lo que tenían que hacer.
El sol entró a raudales por la ventana anunciando un nuevo día. Atenea se despertó con la luz que entraba a través de los cristales y, como cada mañana, maldijo su existencia.
Después de darse una ducha para despejarse, desayunó en silencio, mirando al infinito, mientras que la galleta que estaba a punto de comerse, se partía y se caía dentro de la taza, salpicando.
— ¡Me cago en todo! —gritó enfadada—. Ya me he manchado, joder.
Bebió la poca leche con Cola cao que quedaba y, después de meterla en el lavavajillas, se lavó los dientes para, a continuación, dirigirse a la universidad, no sin antes cambiarse de camiseta.
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Hasta que la muerte nos una
Romance¿Qué pasaría si la muerte de la persona que más quieres te une a la persona que más odias?