4

379 53 7
                                    

Montse me pasó a recoger a las diez de la mañana para ir a la pastelería de un pueblo cercano, mucho más grande que el nuestro. Durante el trayecto, me estuvo preguntando sobre mi vida en Madrid, y yo le hablé de mis amigas, de la universidad, de los sitios a donde me gustaba ir... Tenía la sensación de que era la clásica charla banal que viene antes de una conversación importante, y ya intuía por dónde iba a ir la cosa.

—¿Cómo ha ido el reencuentro con tus amigos? —me preguntó cuando estábamos a punto de llegar.

—Bien. —Me encogí de hombros—. Siguen todos igual que siempre, no han cambiado nada. O sea, ahora algunos están en la uni y otros trabajan, pero su forma de ser no ha cambiado... Es normal, supongo, pero pensaba que sería diferente. Es como si el tiempo no hubiera pasado, ¿sabes? Como si no hiciera cuatro años que no sé nada de ellos más allá de lo que veo en sus redes sociales.

Había algo en Montse que hacía que me fuera muy fácil abrirme a ella. No sé si era su tono, siempre amable, o el hecho de que parecía que realmente se preocupaba por cómo me sentía, y eso que apenas hacía dos días que nos conocíamos.

—Es lo que tienen las amistades de toda la vida, que no se ven afectadas por el tiempo —contestó—. Yo de pequeña solía ir al pueblo de mis abuelos, que está cerca de Jaén, cada verano. Con los años dejé de ir, y hace un tiempo decidí volver. Había amigos míos que seguían ahí y, a pesar de que habían pasado, tranquilamente, diez años desde la última vez que los había visto, nuestra relación seguía intacta.

Me quedé pensando en ello un buen rato, mientras Montse aparcaba y salíamos del coche. Miró el reloj y, al ver que todavía quedaban veinte minutos hasta la hora a la que había quedado con la gente de la pastelería, decidimos ir a tomar un café.

—Puede que no lo parezca, pero tu padre está haciendo un esfuerzo —me dijo de repente, cuando ya teníamos las tazas de café humeante en la mesa, y la miré—. Estaba muy nervioso porque no sabía si querrías venir a la boda, pero le dije que era el primer paso para arreglar las cosas contigo, y parece ser que logré convencerlo.

—Pues, para querer arreglar las cosas, apenas ha estado por casa —comenté, con más hostilidad de la que me habría gustado mostrar.

—Entre la boda y un proyecto que tiene que entregar en el trabajo, el hombre apenas tiene tiempo para sentarse a tomar un café. En teoría lo entrega el lunes que viene, y a partir de entonces estará más disponible. Podríamos hacer algo divertido... —Se calló unos segundos, y negó con la cabeza—. Mira, te lo voy a confesar: me ha pedido que descubra si querrías ir a hacer submarinismo el fin de semana que viene con nosotros.

—Nunca he hecho submarinismo —murmuré.

—Ya lo suponía, así que haremos un bautizo —me explicó—. Te lleva un instructor, no tienes que hacer casi nada, y no bajaremos a mucha profundidad. Es precioso, ya verás.

—¿Vosotros lo habéis hecho alguna vez?

—Varias. Yo tengo el título de aguas profundas, y tu padre se acaba de sacar el primer nivel.

—¿Aguas profundas? —Levanté una ceja.

—Puedo bajar hasta a cuarenta metros de profundidad —contestó con orgullo, y la mueca de horror que adoptó mi rostro la hizo reír—. No es para tanto, mujer. Una vez te acostumbras, ni siquiera pasas miedo.

—A mí no me llevéis tan abajo, eh —la advertí.

—Que no, mujer. Diez metros, como máximo.

—Espero que Jan esté invitado, porque sino me empezará a ver como la que ha venido a robarle el sitio —bromeé.

Hasta que acabe el veranoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora