El viernes por la noche, Jan se apiadó de mí y accedió a ir hasta el Refugio en coche, aunque creo que más que por piedad lo hizo porque teníamos que llevar tres cajas de cerveza, y en bicicleta habría sido un auténtico suicidio.
—Podríamos haberlas llevado en bici —comentó tras aparcar delante del Refugio, detrás de un coche que, a juzgar por el modelo y que parecía modificado, podía decir que era de Pol.
Rodé los ojos.
—Sabes perfectamente que no.
—Tu bici tiene una cesta donde cabe una caja y la mía un transportín detrás, ahí podría haber atado un par con cuerdas —insistió.
—Pero si cada caja pesa como un muerto —rebatí—. Yo me habría caído hacia delante, y te recuerdo que desde casa es todo subida, habría sido un infierno.
—Qué exagerada eres...
Decidí no darle más cuerda a sus ideas locas y salí del coche. Cogí una de las cajas del maletero antes de dirigirme hacia la puerta, mientras Jan hacía lo mismo. Cruzamos el jardín, desde donde ya se escuchaba la música del interior de la casa. Jan abrió la puerta con el pie, sin molestarse en dejar de sujetar las dos cajas con ambas manos.
—Así te la vas a cargar —lo regañé.
Ni siquiera me contestó, entró mientras anunciaba nuestra llegada a gritos. En el salón estaban Mariona, Miki, Pol y Samu, repartidos entre el sofá y varias sillas que habían puesto al lado.
—Por fin llega la cerveza —dijo Samu, levantándose—. ¿Está fría?
—En teoría sí, lleva todo el día en la nevera —respondió mi hermano.
—Yo dejaré esta caja en la nevera —avisé antes de ir hacia la cocina. Dejé la caja abierta para que fuera más fácil coger las botellas, cerré la puerta del frigorífico y volví con los demás.
Ya habían cogido todos una botella, e hice lo mismo antes de sentarme en el sofá, al lado de Mariona. Había un abridor en la mesita de delante, y lo usé para quitarle la chapa a mi cerveza. Di un largo trago y me eché hacia atrás en el sofá.
—¿Y Berta? —pregunté.
—Ya sabes cómo es, aparecerá en algún momento de la noche —respondió Mariona.
—¿Solo hay cerveza? —escuché que le preguntaba Jan a Pol.
—Tenemos el ron del congelador —contestó él—, pero nos falta algo para mezclarlo. Igual habría que comprar más, que aquí hay gente que se anima y empieza a beber como si no hubiera un mañana.
Así que decidieron irse los dos al supermercado a por más ron y algo para mezclarlo. Escuchamos el sonoro ruido del motor del coche de Pol, y a mi hermano gritar con emoción mientras salían de la calle.
—Estos dos se van a matar —dijo Mariona.
—Si no se han matado hasta ahora, no lo creo —contestó Samu.
Cuando volvieron, ya íbamos por la segunda cerveza —excepto Samu, que se estaba abriendo la tercera—. Jan apareció corriendo, señal inequívoca de que tenía la adrenalina por las nubes, y empezó a explicarnos cómo habían cogido las curvas que llevaban al pueblo. Yo lo miraba como si hubiera enloquecido, porque daba la impresión de que no tenía ningún tipo de aprecio por su vida.
Pol entró después, con dos bolsas de plástico y Berta a su lado.
—¿Tú eres consciente de lo mucho que contamina tu coche? —le reprochó ella.
—Joder, Berta, dame un respiro —le pidió Pol antes de irse a la cocina.
—Qué coincidencia, ¿os habéis encontrado en la puerta? —le pregunté a la chica, que se sentó a mi lado.
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Hasta que acabe el verano
RomanceLa vida de Nora en Madrid es fácil y tranquila: tiene buenos amigos, una madre con la que se lleva más o menos bien, y una carrera prometedora. Un verano, la noticia de que su padre va a casarse la arrastra de vuelta al pueblo en el que vivió sus pr...