Capítulo 3: Sueños rotos

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Pasaron dos días. Mientras Atenea dormía plácidamente en su cómodo colchón, una melodía acompañada de vibración, comenzó a retumbar por toda la casa provocando que la pelirroja se despertara de mal humor, como cada mañana. Después de levantarse, miró por la ventana mientras se restregaba los ojos, casi no podía ni abrirlos.

—Joder, si es que todavía es de noche —se dijo a sí misma.

Cuando salió del cuarto de baño, donde se echó un poco de agua en la cara para intentar despejarse, se dirigió a la cocina, tenía que desayunar algo.

Se preparó un Colacao calentito, en la taza de Piolín que su abuela la regaló años atrás y a la que tenía mucho cariño. Cogió un trozo dle bizcocho que Bea le dio para que lo probara y se lo comió mientras miraba al infinito. Después de mojar el dulce en la leche, se lo acercó a la boca para darle un bocado cuando este se cayó dentro de la taza, salpicando y manchando su pijama.

— ¡Qué asco de vida! —protestó con cara de sueño.

Al acabar, fue a darse una ducha rápida, golpeándose antes en la cara con la puerta.

— ¡Me voy a cagar en todo! —gritó.

Cada vez estaba más cerca la hora de salida del autobús, por lo que decidió darse prisa para no llegar tarde. Cogió la maleta y fue corriendo hacia la puerta de la calle cuando un imprevisto apareció: las llaves no estaban en su sitio.

—Mierda, mierda, mierda. ¿Dónde estarán las putas llaves? —rebuscó por todas partes pero seguía sin encontrarlas—. Piensa, Atenea, ¿dónde las vistes por última vez? —cerró los ojos durante un breve instante, intentando recordar—. ¿Me las habré dejado en la habitación?

Fue allí a toda prisa, revolviéndolo todo y sin dar con ellas. Miró la hora en el móvil para después darse un golpe en la frente con la palma de su mano.

—Joder, que al final no llego.

Llegó al salón y, después de echar un vistazo debajo del sillón, las encontró. ¿Cómo habían acabado allí? Se preguntó. Cogió la maleta, cerró la puerta con llave y se dirigió lo más rápido posible a la estación de autobuses.

Llegó sin aire pero a tiempo. Fue a colocar la maleta junto con las del resto de pasajeros, cuando se dio un golpe en la cabeza.

—Si es que soy gilipollas —espetó, molesta.

Un niño que se encontraba a su lado, se empezó a reír por lo que había dicho y esta le fulminó con la mirada.

Le enseñó el billete al conductor, subió por las escaleras y se tropezó, aunque por suerte, no llegó a caerse al suelo, poco faltó.

Se sentó en el asiento correspondiente, se puso los cascos para sumergirse en sus pensamientos mientras miraba por la ventana y maldecía su existencia.

En Madrid, Sara se despertaba más feliz de lo habitual. Aquella noche había soñado que pasaba un día de pasión con Rudy, bastante real. Recordó la tarde que estuvieron juntos unos días atrás y no pudo evitar morderse el labio inferior. ¡Era tan sexy!

—Sara, ven a desayunar, se te va a enfriar el café —gritó su madre desde el salón.

—Ya voy, mamá —contestó elevando el tono de voz para que la escuchara.

Se asomó por la ventana, notando que el sol destellaba a raudales por los cristales. Hacía un día estupendo, no quería desperdiciarlo. Abrió el armario y sacó un chándal, el cual usaría para dar un paseo en bici. Se lo puso mientras su progenitora seguía insistiendo en que fuera a almorzar.

Hasta que la muerte nos unaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora