Un retumbar bajo tierra que sólo yo percibo, rítmico y absorbente, que absorbe mi alma mientras camino por el mundo de los vivos, descalzo a la intemperie de este bosque oscuro y solitario, solitario como mi andar pesado, pesado de la carga que oprime mi espíritu y me empuja al inframundo, inframundo helénico que veo en mis sueños, donde cancerbero intenta devorarme y Aquiles me dice: ¡Huye! e intento huir, pero mis pies no corren, se deslizan en círculos por este bosque sin fin. Sin final me hallo en este círculo infernal, mi espíritu huye despavorido por la tierra, alejado de la multitud, pero mis pies se arrastran sin fin. Sin final me hallo perpetuamente, repitiendo el mismo ciclo constantemente, no puedo parar de repetirlo, no paro de andar en círculos, círculos sin final visible en este bosque sombrío. Sombrío como mi alma, que busca la luz del sol en lo alto de la escarpadura. Escarpadura áspera y agrietada del abismo primigenio, donde los caídos no vuelven a resurgir, a mirar al Sol a los ojos. Los ojos de la muerte que no acechan detrás de mi nuca, la muerte que ha olvidado mi sendero, mi sendero a la ruina, lejos del bien y del mal, de la vida y de la muerte. Muerte ansiada que no poseo, que no soy poseído por ella, porque me hallo en este bosque infernal, en este abismo primigenio, alejado del mundo de los vivos y de los muertos, huyendo a rastras de mi propio destino, que me hace arrastrarme en círculos, una y otra vez, hasta el juicio final.