Capítulo 15

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CAPÍTULO 15



El dolor no era una sensación que experimentaran los ángeles con frecuencia. Podían transcurrir milenios sin padecer la menor molestia en sus cuerpos, y hasta que los demonios se revelaron en la primera Guerra, muchos de ellos jamás habían conocido el sufrimiento físico. El dolor se consideraba algo propio de los Menores que a ellos solo les afectaba en las raras ocasiones en que sufrían un accidente.

Sin embargo, Diago estaba descubriendo un dolor como nunca antes había conocido, ni siquiera durante la Onda. Fue lo primero que sintió cuando la consciencia emergió tímidamente desde las profundidades de su mente y poco a poco fue restituyéndole el control de su propio cuerpo.

El tormento estaba localizado en diversas partes de su anatomía y se manifestaba a través de un amplio abanico de formas e intensidades. Percibió ardores terribles por su zona abdominal y en las contusiones repartidas principalmente por sus extremidades. La cabeza le dolía, y era presa de una gran confusión. Pero sus alas eran el peor foco de sufrimiento. Desde ellas le recorrían unos calambres atroces que le llegaban a la espalda y le provocaban violentos espasmos.

Levantó pesadamente los párpados y echó un vistazo a su alrededor al tiempo que se daba cuenta de que sólo veía por un ojo. Estaba en una sala grande y vacía. Las paredes eran de ladrillo desnudo, sin ningún material que lo recubriese. Una puerta metálica estaba situada frente a él y una gotera bastante grande se había formado en medio del techo. De cuando en cuando el agua acumulada se concentraba en una gota lo suficientemente pesada como para que la gravedad la invitase a bajar hasta el suelo.

Un calambre sacudió su espalda y todo su cuerpo se sacudió involuntariamente. Su cabeza se despejaba rápidamente incrementando su sensibilidad al dolor. Un nuevo examen de la habitación le reveló que era de techo alto. Miró hacia abajo y vio sus pies flotando a unos dos metros del suelo, balanceándose ligeramente. Luego alzó la vista y observó una lámpara justo encima de su cabeza. Dos cadenas colgaban a su lado y se transformaban al final en dos garfios que atravesaban sus alas y le mantenían suspendido en el aire. Eso explicaba parte del dolor que le atenazaba.

Sintió una punzada de rabia ante la desalentadora perspectiva que ofrecía su situación actual. Los recuerdos eran aún algo confusos en su agitada memoria pero pronto le asaltó la imagen de Nilia tirando de su brazo cuando él había creído, como un auténtico imbécil, que iban a estrechar sus manos para sellar un acuerdo. Había caído en la trampa y estaba seguro de que iba a pagarlo caro.

No sabía cuánto tiempo llevaba allí. El último recuerdo que tenía era de Nilia atravesando sus alas con los garfios y luego izándole como si fuera un trozo de carne inerte.

-Bienvenido, Diago -le había dicho con una sonrisa-. Estoy muy contenta de que tú y tu honor me hayáis acompañado hasta aquí. -Puso la mano a la altura de su cara y su daga resplandeció con un halo azulado-. No sabes la ilusión que me hace dedicarte una de mis muescas. Si tienes alguna preferencia en particular puedo ponerte al lado de algún amigo tuyo. Debe haber alguno entre las líneas de mi brazo... Por desgracia tendré que esperar; me contentaré con ofrecerte un pequeño adelanto. -Nilia le clavó un puñal en el ojo y lo retiró manchado de sangre.

Diago se retorció de dolor mientras ella le observaba con una sonrisa dulce y compasiva.

-Me rescatarán -consiguió susurrar el Custodio. La sangre brotaba de la cuenca como una pequeña fuente-. Nos habrán seguido... No me abandonarán.

-¿Así conservas la esperanza? ¡Qué mono! -Nilia le pasó la mano por el pelo de la cabeza-. Lo siento mucho, pero no vendrán, al menos en un tiempo. Se han ido corriendo al Nido.

La Guerra de los CielosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora