"𝐏𝐚𝐫𝐚 𝐮𝐧𝐚 𝐦𝐮𝐣𝐞𝐫, 𝐞𝐥 𝐩𝐫𝐢𝐦𝐞𝐫 𝐛𝐞𝐬𝐨 𝐞𝐬 𝐞𝐥 𝐟𝐢𝐧𝐚𝐥 𝐝𝐞𝐥 𝐩𝐫𝐢𝐧𝐜𝐢𝐩𝐢𝐨; 𝐩𝐚𝐫𝐚 𝐮𝐧 𝐡𝐨𝐦𝐛𝐫𝐞, 𝐞𝐥 𝐜𝐨𝐦𝐢𝐞𝐧𝐳𝐨 𝐝𝐞𝐥 𝐟𝐢𝐧𝐚𝐥"
—𝐇𝐞𝐥𝐞𝐧 𝐑𝐨𝐰𝐥𝐚𝐧𝐝
𝐄𝐯𝐞𝐥𝐲𝐧 𝐁𝐫𝐚𝐮𝐧
A la mañana siguiente, cuando abrí los ojos, no había rastro de Frey.
Prácticamente dormida, llevé una de mis a manos a mis ojos y una gran punzada de dolor recorrió mi muñeca, recordándome lo que sucedió.
Recordándome que si Kaia no hubiese llegado a estar allí, hubiese terminado con muchas más heridas que esa.
Y también recordándome lo estúpida que había sido al simplemente, confiar en él.
Pero maldita sea... Tenía una razón de peso.
El collar que con tanta inquina buscaba, era uno muy preciado para mí y para mi madre.
Fue un regalo que me dio cuando terminé secundaria en mi graduación, con nuestro animal favorito grabado en la parte de atrás; un ave fénix.
Estaba claro que ese collar portaba un gran valor emocional al igual que material, ya que era de oro macizo y unos pequeños rubíes adornaban al ave fénix.
Era una preciosidad.
Una preciosidad que ahora estaba bajo la tutela del capullo de mi exnovio.
Respiré hondo y salí de la cama, me lavé la cara, me peiné y salí al pasillo.
Bajé las grandes escaleras y me sorprendió no escuchar a nadie. Sin embargo, cuando atravesé el umbral de la cocina, me encontré a Heist delante del lavadero, quitándose algo de la mano.
Tuve que acercarme un poco más para saber que era sangre.
El corazón comenzó a golpear fuertemente mi pecho, pero antes de que pudiese hacer algo estúpido, se giró y esbozó una sonrisa.
-Buenos días, Evelyn-me saludó como si nada.
Me quedé perpleja ante su normalidad; como si hasta hace unos segundos no se hubiese estado limpiando sangre de la mano.
Mi mirada pareció ser demasiado poco discreta, ya que Heist miró su puño y soltó una risita.
—Tranquila, es mi sangre—explicó para luego dirigirse a la nevera y sacar una cerveza—Ayer me pasé con el boxeo.
Dos preguntas surcaron mi mente.
La primera: ¿Era verdad lo del boxeo?
Esta familia me había dicho que literalmente mataba a gente... Y yo estaba ahí tan tranquila.
La única razón por la que seguía allí, era porque mi madre confiaba en ellos.
La segunda: ¿Quién tomaba cerveza en el desayuno?
Stein: Familia de locos.
Me senté en una de las sillas, la cual estaba enfrente de Heist.
—¿Y los demás?—cambié de tema.
El rubio se encogió de hombros.
—Ni idea, supongo que entrenando—contestó para luego mirarme y dar una palmada—Bueno, hoy me he levantado con energía, ¿te hago unas tortitas?