La última vez que oí a mi padre

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Escribo estas palabras no con la esperanza de que alguien, de leerlas, me entienda o llegue a comprender, sino para dejar en contexto el porqué dejaré este mundo tras terminar esta carta. Se me ha revelado una terrible verdad para la que nadie, en su sano juicio, estaría preparado para afrontar, y no seré la excepción a la regla. En esta carta, el cómo me llame y haya vivido carecen de importancia, pues no me queda nadie en quien pueda realmente confiar. Tan solo se sabrá que dejé la existencia a los 25 años. Muy prematuro para morir, eso ni se duda, pero tal es el delirio que me consume que seguir existiendo, sabiendo lo que sé, es prolongar segundo a segundo el aletargado descanso que merezco obtener. Me cuesta horrores poner sobre el papel estas palabras, más de lo que me costará el tomar mi vida, de eso estoy seguro. Allá vamos... Todo mi pesar comenzó a engendrarse hace una semana, si no estoy equivocado. Vivo con mi padre desde que entré a la adolescencia, y en todos estos años, a pesar de nuestras diferencias y encontronazos típicos que se dan en la convivencia, he agradecido cada día por haberlo pasado junto a él. Todos los días... Excepto la última semana. Supongo que, desde un punto de vista creyente, lo bueno de ascender a un figurado paraíso en los cielos, es que ya no echaré de menos a mi madre, pues nos encontraremos para toda la no eternidad. Solo espero que no me regañe demasiado cuando se entere del modo en el que me he ido. En fin... La última semana ha sido como ensoñar una pesadilla de la que crees que te has despertado pero no es así. Cada día que me levantaba de la cama, no podía evitar pensar que mi rutina estaba siendo perturbada por más que perceptibles desgloses de la realidad. Pienso, aunque no estoy del todo seguro, que esta sin razón dio comienzo cuando fui de pesca con mi padre al puerto de la ciudad, tras el atardecer, pues bien es sabido que la marea juega un factor importante y, cuando es de noche, hay más facilidad para capturar buenas presas. Recuerdo estar ilusionado por ir de vuelta, pues la última vez que fui con mi padre a dicha actividad, todavía era un imberbe chavalín que con dificultad sabía poner un anzuelo en el sedal. Sin embargo, después de lo que he visto, hubiese preferido mil y una veces que esa fuera la última memoria que tengo sobre el ir de pesca. Transcurrió una noche la mar de tranquila, demasiado, pues aunque la marea estaba propicia y el sedal titiló en repetidas ocasiones, no hubo manera de sacar un jodido pez fuera del lóbrego manto acuático que los cubría. No estábamos de suerte, eso ni se diga, pero pareciese que directamente la naturaleza se estuviera burlando de nosotros con descaro. Para cuando ya habíamos recogido el anzuelo por centésima vez, y nos disponíamos a poner los chaquetones y regresar a casa con el rabo entre las piernas, algo, presumo, de diminuto tamaño, saltó del agua con rapidez y fue directo hacia una oreja de mi padre. Él gritó mi nombre, y cómo no hacerlo, pues sentía que esa cosa, fuera lo que fuese, trataba de meterse por el agujero. Con el foco de luz que tenía puesto en la cabeza encendido, le alumbré y miré la oreja, solo para toparme con una extraña mancha negra que parecía claramente alquitrán. Hasta olía como el mismo, aunque ahora ya no esté para nada seguro de si así lo era. Temiendo de que un intruso marino o algún insecto raro se hubiese metido por su oreja, fuimos rápidamente a urgencias, al hospital que nos quedase más cercano, pues mi padre se apreciaba sumamente aturdido, y cada vez se sucedían con mayor frecuencia quejidos y bufidos. Le costaba una enormidad centrarse en lo que le decía, y por ello apuré con la camioneta todo lo que pude, llegando a saltarme varios semáforos en rojo y líneas continuas. Por poco chocamos con otro coche de hecho, pero en aquel momento, el incidente requería de todo mi apremio. 

No tuvimos que esperar mucho para que le atendieran; para nuestra fortuna, el hospital estaba medio vacío, lo que ya es de extrañar teniendo en cuenta como de saturada anda la sanidad últimamente con esto de la pandemia. Ya en la sala de observaciones, los médicos notaron más restos de la insólita sustancia negra, que se pusieron en consenso para determinar que, tal y como me figuraba, se trataba de una sustancia similar al alquitrán, aunque tampoco supieron determinar qué era exactamente. Entonces me quedé en la sala de espera, pues iban a intervenirle en quirófano para una videotoscopia. Resumidamente, no le encontraron ningún cuerpo intruso en el oído, tan solo restos de esa sustancia que había llegado a traspasar el tímpano. Limpiaron bien todo, le hicieron una reconstrucción del tímpano, sumado a varios antibióticos y calmantes, y aunque estaba bastante grogui, le dieron el alta esa misma noche, con vistas a una próxima revisión la semana que viene. Qué irónico, pues ahora bien sé que esa cita médica no se va a llevar a cabo jamás. Desde esa noche tan alienada, y con mi padre más dormido que despierto para cuando lo acosté en su cama, puedo decir sin miedo a equivocarme que sería el inicio de una serie de eventos perturbadores dignos de el terror nocturno más demente que jamás se haya manifestado en la mente de nadie, terminando en el suceso que me ha llevado al punto en el que me encuentro actualmente. Los días comenzaban como habitualmente lo hacían; conmigo despertándome después del mediodía, pues mi trabajo reclama que le dedique la madrugada entera. Como es obvio, ya es costumbre que coma cerca de las cuatro, o incluso cinco de la tarde, y que después ayude a mi padre con sus labores de mantenimiento del jardín, yendo y viniendo del cobertizo, trayendo herramientas que le hiciesen falta sobre todo. Mi padre siempre ha sido un hombre sumamente cuidadoso con lo que a su trabajo respecta, como debe ser si te dedicas a la botánica pienso, y por eso fue tal mi sorpresa cuando le vi, a los dos días del accidente, no solo cometer descuidos que nunca había cometido, sino que estaba trasplantando unas petunias ya florecidas al revés... Y así lo hizo con toda una hilera. Le pregunté qué demonios estaba haciendo; "acaso no lo estás viendo" le espeté, preocupado por él, pues me era inconcebible ver tamaña insensatez hecha por alguien como mi padre. Cuando me devolvió la mirada, supe sin que nadie me dijera nada que algo en él había cambiado. No sabía decir el qué era, pero sin dudas, algo andaba realmente mal. Sea lo que fuera que le estuviese ocurriendo en el interior, se había exteriorizado; palidez enfermiza, pupilas dilatadas, barba desaliñada y grasienta, ojeras sumamente pronunciadas, que eran como observar la insondable lobreguez del fondo de un precipicio, párpados caídos y pesados, pómulos ahuecados, por los que las gotas de sudor se deslizaban con trazo irregular, labio inferior caído y torcido, dejando su boca entreabierta, provocando que una leve acumulación de babas gotease por una de las comisuras, entre otros detalles menores que no me veo con humor de seguir enumerando. Obviamente, le pregunté si se encontraba bien, aunque supiese que no era así, pero necesitaba oírselo decir. La única respuesta que obtuve, de ese día en adelante, para cada vez que quisiera intercambiar palabras con él, fueron balbuceos iracundos en los que me dejaba bien claro que no quería verme y que le dejase con sus asuntos cuanto antes. A cada encuentro que teníamos, cuando nos cruzábamos por los pasillos de casa, más incómodo y violento me resultaba el toparme con él. No hubo una sola ocasión en la que no me mirase con desprecio, y al segundo de verme, retrocedía sus pasos de vuelta a su habitación, gruñendo y farfullando cosas del todo incomprensibles, delirios propios de un lunático. Sin embargo, los murmullos sin sentido, o las miradas y esquives furtivos que realizaba con tal de no entrar en contacto conmigo, no eran nada a comparación de lo sucedido en los últimos días. Aun así, traté de entablar conversación con él, implorándole que debía ir al médico urgentemente, pues estaba claro que los cirujanos habían pasado algo por alto. No sirvió de nada, tan solo recibí agresiones verbales de mayor calibre y menor entendimiento. En vista de que él no iba a entrar en razón, llamé por mi cuenta a una ambulancia, y les expliqué la situación. En aquel momento no tenía ni idea, pero ahora no me cabe duda de que esos cabrones saben cosas que les producen tal pavor, que son incapaces de hacerles frente. Me contestaron haciéndose rápidamente a la idea que les describí, aunque ni yo mismo supiese bien qué diablos le pasaba a mi padre, y sin muchas explicaciones, me despacharon con tosca brevedad, alegando que todas las ambulancias estaban ocupadas y que mantuviese la compostura. Me prometieron que, en cuanto pudieran, me enviarían una ambulancia y un médico especializado, y que ese dichoso especialista "sabría qué hacer llegado el momento". Han pasado tres días, y desde esa charla, no ha faltado día en el que no les haya vuelto a llamar. Deben tener mi número fichado, porque cada vez que he llamado, me dejaban en espera eterna. Claramente, esa panda de cabrones saben de esta clase de cosas, no le encuentro otra explicación a su demora y evasivas, y tengo por seguro que algún día pagarán por esto, todos y cada uno de los involucrados. Ojalá que todos se pudran en el Infierno.

La última vez que oí a mi padreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora