POV CALLE
Fue una ingenuidad por mi parte pensar que aquella mañana en el estadio sería la última vez que viera a María José. Al menos hasta que me la encontrara en un acto del equipo o la viera en la televisión durante la temporada. La mirada de absoluta determinación en su apuesto rostro debería haberme dado la pista de que no me abandonaría tan fácilmente. Cuando me fui a la cama esa noche, estaba sentado fuera de mi edificio, apoyado en su todoterreno. Vigilando la ventana de mi habitación como un halcón.
Cerrar las cortinas no ayudó.
A la mañana siguiente empezaron a aparecer rosas en mi apartamento.
Docenas y docenas de rosas de tallo largo de todos los colores. Cajas y cajas de ropa deportiva de diseñador, lo cual fue muy grosero, porque verme linda mientras me visto cómoda es totalmente mi debilidad. Me envió su anillo de campeona de Denver, y sabiendo lo mucho que significa algo tan simbólico para un atleta, eso casi me hizo responder a una de sus cientos de llamadas.
Las hace una vez por hora, en punto, aunque solo deja mensajes de voz a altas horas de la noche, su voz tiene el efecto contrario a una nana en mi cuerpo. Las notas del hambre me despiertan hasta tal punto que doy vueltas en la cama hasta que el sol se eleva en el cielo, con los ojos llenos de arena y el pecho dolorido. Estoy insatisfecha, inquieta. Yo... la echo de menos. ¿Cómo puede ser eso? ¿Después de lo que hizo? ¿Por qué me cuesta tanto aguantar la rabia?
Es una de esas noches, una semana después, cuando estoy sentada en el borde de la cama con una toalla que empiezo a resbalar. María José estaba fuera de mis clases de nuevo hoy, luciendo escandalosamente caliente, el brazo descansando en el marco inferior de la ventana del conductor, los ojos escondidos detrás de unas gafas de sol negras espejadas. Pensé que a los chicos de mi clase les iba a dar un infarto, corriendo a pedirle autógrafos. No me quitó los ojos de encima ni una sola vez mientras los firmaba, con la mandíbula en permanente flexión. Tan seria, tan intensa que los músculos bajo mi ombligo se retorcieron en un nudo, y así han estado desde entonces.
Hace un par de días, intenté tocarme en la ducha, con la esperanza de aliviar la creciente tensión en mi interior, pero no hay nada... que consuma el acto. Nada trascendental o que afirme la vida. Sin el fuerte cuerpo de Poché apretado contra el mío, sin su boca en mi cuello, sin sus manos vagando, sin su voz acariciando mis sentidos, todo se queda sin brillo. Menos que. Me ha arruinado.
Me pongo en pie, cruzo las cortinas y me asomo a la acera desde mi habitación. Por supuesto, está ahí, mirándome fijamente. Probablemente tratando de decidir qué es lo siguiente que me va a mandar. La única señal de que me ve en la ventana es una línea que se mueve en su mejilla. Y antes de que pueda adivinar mi propia intención, dejo que la toalla se deslice hasta el suelo, dejándole ver mi cuerpo desnudo. Atraigo su mirada hacia abajo mientras paso un dedo desde el cuello hasta el ombligo.
Se dirige a la puerta de mi edificio antes de que llegue más abajo, y el timbre suena con fuerza en mi salón. La adrenalina y la anticipación casi me ciegan, haciendo que mis piernas vuelvan tan inútiles que casi me tropiezo en mi prisa por alcanzar el timbre donde rápidamente aprieto el botón y abro la puerta. Retrocediendo. Esperando. Diciéndome a mí misma que estoy siendo muy tonta, pero demasiado nerviosa para preocuparme.
En cuanto María José atraviesa la puerta como un toro y la cierra de una patada tras de sí, le digo: —Esto no significa que te perdone.
Hay un destello de dolor, de decepción, en sus ojos verdes, pero se recupera rápidamente, avanzando hacia mí. Aplasta su boca en la mía y me hace retroceder por el apartamento hacia mi dormitorio, con sus manos en todas partes a la vez. Mi trasero, mis pechos, recorriendo mis caderas. — ¿Qué necesitas?
ESTÁS LEYENDO
LA HIJA DEL ENTRENADOR (GIP)
FanfictionEsta historia es una adaptación. Créditos a su autor(a).