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DIANA

Son las siete de la mañana, y me despierto con un escándalo en el salón. Apenas podía distinguir los gritos de Gustabo y Horacio, aunque juraría que había alguien más hablando, con un tono mucho más bajo. Me levanté y fui al baño a vestirme; elegí unos vaqueros rotos azules y un top verde de mangas cortas. Salí de mi cuarto, lista para enfrentar lo que fuera que estuviera pasando.

JACK

—¡ERES UNA MIERDA, HORACIO! ¡ME DA IGUAL TU PUNTO DE VISTA! —Gustabo gritaba con furia, mientras Horacio, al borde del llanto, intentaba calmarlo.

—Por favor, no te enfades... —dijo Horacio entre sollozos.

La puerta del salón se abrió y apareció Diana, con un moño alto y una expresión de confusión en el rostro. Estaba guapísima. Me acerqué rápidamente, la cogí del brazo y la llevé a mi lado. Nos miramos a los ojos por un instante, pero ambos desviamos la mirada al instante, incómodos.

¿Qué me estaba pasando? Nunca me había sentido así con nadie. Noté cómo me sonrojaba, y por el rabillo del ojo vi que ella también lo hacía, aunque los gritos de Gustabo seguían llenando la habitación y disimulaban el momento.

—¡ERES COMO UN NIÑO! —bramó Gustabo, mientras Horacio se secaba las lágrimas con la manga de su camiseta.

—¡ME JURASTE QUE NO LO DIRÍAS!

Diana se acercó a Gustabo y le susurró algo al oído. Luego volvió a mi lado, con una expresión de calma y determinación.

—Solucionado —dijo simplemente.

Gustabo resopló, miró a Horacio y cedió, aunque con evidente molestia.

—Te perdono, pero no me hables hasta mañana —gruñó, saliendo por la puerta.

Horacio, agradecido, se dirigió a Diana.

—Eres la mejor, gracias.

Ella asintió con una sonrisa. Cuando Horacio también se marchó, no pude contener mi curiosidad.

—¿Puedo saber qué le has dicho?

—No. Quédate con la intriga —respondió divertida, antes de salir también.

Fuimos juntos a la comisaría, y comenzamos nuestra rutina diaria de patrullaje.

—Te marco un aviso —me dijo Diana, señalando su radio.

Asentí, y nos dirigimos hacia la playa. Allí había dos hombres junto a dos niños pequeños, de unos siete años. Los niños lloraban, y la escena me puso en alerta. Diana se acercó a ellos con su habitual profesionalidad.

—Hola, buenos días. ¿Pasa algo? —preguntó, observando a los hombres con atención.

—No pasa nada —respondió uno de ellos con indiferencia.

Diana desvió la mirada hacia los niños, agachándose a su altura.

—¿Puedo hablar con ella? —dijo señalando a la niña más pequeña.

—Claro, preciosa —respondió uno de los hombres, lo que me hizo hervir por dentro. Pero no era el momento de crear conflictos.

Diana se acercó a la niña, quien parecía muy asustada.

—Hola, pequeña. ¿Quiénes son ellos? —preguntó suavemente.

La niña lanzó una mirada de temor hacia los hombres antes de responder.

—Mi papá y mi... tío.

Diana se acercó a mí y me susurró al oído:

—Miente.

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