Parte 1 Sin Título

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Corría una tarde soleada de julio cuando Frank Bernstein abandonó de nuevo la sede del Hospital Psiquiátrico de Bárbula. A cada lado del camino los árboles agitados por la brisa susurraban el nombre de su amada Cristina. Cada gota de sudor en su nuca se secaba con una sensación de caricia que dejaba aquella frialdad en la carne, propia de cuando el viento le da a la piel mojada. Le resultaba imposible dejar de pensar en una mano proveniente de otro plano existencial tocándole el cuello, para luego acariciar su cabeza y poco a poco ir palpándolo hasta darle la sensación de estar rodeado por un cuerpo invisible. Antes de sucumbir a los susurros, inhaló aire, contó hasta diez y luego exhaló, se dio media vuelta, sólo para observar a la doctora Tania Alcázar detrás de él, aquella mujer blanca, delgada, de larga cabellera negra y ojos cafés, vestida con su bata médica. Ella llevaba tiempo siguiéndolo a través del oscuro laberinto de su mente, como si fuera una versión femenina de Virgilio, que lo acompañaba por los distintos niveles que componían el infierno en su cabeza.

-¿Todo bien Frank?, recuerda, inhala y exhala, siente tu rompa, su textura, centra tu mente en el presente, en lo que puedes ver y tocar.

-Pero también puedo tocarla a ella, siento su mano en mi nuca- dijo llevándose la palma de la mano derecha al cuello.

-Es sólo brisa Frank, todos la sentimos igual, a veces parece una caricia. Anda, toca tu ropa- Frank pasó sus manos por su camiseta blanca manchada de pintura, hizo lo mismo con sus jeans deshilachados, hasta que en un profundo cerrar de ojos, exhaló por última vez antes de recuperar su respiración normal-. Toma una píldora ahora Frank, ve a tu casa y si sientes que es demasiado, vuelve.

Frank sacó un frasco de su bolsillo, sirvió una píldora mitad blanca, mitad rosa en su mano y de ahí a su boca antes de emprender el camino a su hogar. Notó que a los pocos minutos ya no escuchaba el nombre de Cristina, sólo era la brisa agitando las hojas de los árboles, el frío en su nuca desapareció, pues el sudor ya se había secado, sin ayuda de una mano fuera de nuestra dimensión. A veces escuchaba los gritos de su amada, distorsionados por un coro infernal de mil demonios, que parecían torturarla hasta corromper su otrora melodiosa voz en un lamento gutural propio de una garganta descarnada. Ya no, esta vez los alaridos eran de Luciano, el General de Bárbula, otro paciente, muy inofensivo para estar internado todo el tiempo. Andaba por la acera al otro lado de la calle, con su gorra de oficial y unas chapas de gaseosa pegadas a tiras de tela que colgaban en su pecho, cruzó zigzagueando entre los autos cuando vio a Frank.

-¡Soldado Bernstein! ¡Atención! ¡Firme! -ordenó adoptando la pose que deseaba ver en Frank, él le siguió el juego, añadiéndole el saludo militar de la mano en la sien-. Descanse, soldado, malas noticias, nos quedamos sin artillería, ya no hay caballos, detrás de usted se aproxima una horda de bárbaros, ¡tendrá que resistir Bernstein!

-¡Señor, sí señor! -contestó mientras volvía hacer el saludo militar, del cual desistió cuando el General interrumpió el contacto visual. Desde ahí no hizo sino voltear los ojos y soplar hinchando sus mejillas.

-¡Preparen bayonetas! ¡A la carga! -gritó el General cuando se echó a correr dándole la espalda a Frank. A unos metros se dio media vuelta y corrió de regreso -. ¡Retirada, son demasiados! -Así sin más, se olvidó de Frank, cruzó de nuevo la calle y se puso a darle instrucciones al primer transeúnte que encontró. A Frank le tomó un par de minutos recuperarse del esfuerzo mental que requería seguirle el juego al General de Bárbula, volvió a sus ejercicios de respiración y continuó el camino hasta su casa.

Llegó ante el portón blanco de su taller, adentro estaba su fragua, su yunque, su balde de agua y el resto de herramientas tal y como las había dejado antes de su quiebre mental. Todavía podía verse el mango de sus pinzas a medio hundir en el recipiente, la reja de hierro forjado con pequeños laureles metálicos que la adornaban, seguía recostada a la pared a medio terminar que separaba su tienda del taller. Caminó hasta lo más profundo del recinto, donde lo aguardaba la puerta de madera que separaba su casa de su lugar de trabajo. Entró y encendió las luces sin detener sus pasos en dirección al patio, donde lo aguardaban sus pinturas, esculturas en piedra y demás obras que, por no tener otra utilidad más allá de ser bellas, no se vendían casi nunca.

Las Obras de Frank BernsteinDonde viven las historias. Descúbrelo ahora