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1.
El humo se eleva. Se retuerce en penachos de plumas, de color gris carbón y filtrando la luz del sol del aire viciado.
A su alrededor, chuunin y jounin se reúnen, cansados pero felices. El polvo se adhiere a sus zapatos y las tropas se mueven en una masa apiñada, el rugido ensordecedor de la alegría desenfrenada se convierte ahora en un suave parloteo.
—Hemos ganado —dice un chuunin. Kakashi se gira para mirar, pero Naruto ya está avanzando—. ¡Kakashi-sensei! Hemos ganado!
—Lo hemos conseguido —dice Gai, y Kakashi se hunde, aliviado, con el protector de la frente caído sobre el ojo.
No está seguro de cómo lo hicieron. Milagrosamente, parecía que toda la alianza shinobi había descendido al campo de batalla donde él y Obito estaban luchando, y ¿quién habría pensado que Naruto, cargando hacia adelante, lograría abrir un agujero a través del sello de invocación tatuado en el pecho de Madara? Y quién iba a pensar que lo único que se necesitaría sería el trabajo en equipo organizado de una legión de shinobi desesperados, desviando los ataques del juubi y consiguiendo sellar su chakra, ¿quién iba a imaginar que era remotamente posible?
Una vez terminadas las celebraciones, cuando el vértigo de la victoria se desvanece en la rutina mundana de reconstruir aldeas y mantener coaliciones, Kakashi camina, con las manos metidas en los bolsillos, y visita la tumba de Obito. No es la misma tumba que Kakashi solía visitar: lápidas de mármol frecuentadas por aldeanos agradecidos, velas encendidas en ofrenda y flores salpicando las tumbas. La tumba en la que está enterrado Obito no está marcada, salvo por la pequeña cinta que Kakashi había atado a una estaca el día que bajaron su cuerpo:
La cinta de Rin, que Kakashi había encontrado metida en lo más profundo de los bolsillos de Obito; hizo que Kakashi se sintiera increíblemente triste.
