Lo que hasta entonces había sido un problema relativamente controlado no tardó en crecer. Y crecer. Y crecer.

Hasta que se convirtió en una tormenta en plena ciudad.

Enjolras había querido ser optimista, no por primera vez. Y, no por primera vez, se había visto rápidamente decepcionado: a pesar de las protestas obreras, de sus consejos y de la creciente mala imagen pública de la medida, los días 19 y 20 de junio la Asamblea Nacional decidió disolver los atéliers del país. Y, por si aquello hubiera sido poco, el día 21 la Comisión ejecutiva dio el sello oficial al cierre de los talleres y decretó que los varones franceses de entre 18 y 25 años debían enrolarse en la armada, con el propósito de engrosar un ejército que llevara a cabo campañas de política exterior. O, por mejor decir, los varones franceses obreros; el gobierno, estaba claro, prefería quitárselos de en medio para evitar que causaran más disturbios en la ciudad.

El día 22, como era de esperar, comenzó la agitación en las calles.

Enjolras no se enteró, al menos al principio. Enfrascado como estaba en su labor, pasó aquel acalorado día de junio entre el trabajo y su casa, a la que regresó bien entrada la noche. Se acostó con la mente llena de pensamientos sobre el tema de los atéliers, decidido a encontrar una forma de convencer a la Asamblea Nacional de que obligara a la Comisión ejecutiva a recular, aun sabiendo que sería muy complicado a esas alturas. Estaba seguro de que esa medida, tan incomprensible teniendo en cuenta los inicios progresistas de la República, solo traería problemas, y el hecho de que el asunto se hubiera discutido tanto como le había dado a entender Grantaire no hacía sino confirmar sus temores. No era consciente, no obstante, de que los problemas ya habían comenzado; de que se habían estado forjando durante las últimas semanas y en esos precisos instantes, mientras él se acostaba exhausto en su solitario lecho, bullían las preparaciones a escasos metros de él, entre sus vecinos, de distrito en distrito.

Enjolras no se percató de ello. No hasta el día siguiente, cuando ya era demasiado tarde para detenerlo.

La mañana del 23 de junio transcurrió para él, una vez más, entre reuniones de la Asamblea Nacional, ejerciendo su papel de escucha y, aunque menos, de consulta. El asunto de los atéliers no era el único tema acuciante esos días, pero a partir de cierto punto resultó inviable seguir evitándolo, pues había adquirido una urgencia primordial. Las organizaciones obreras de París, se contaba, habían protestado vivamente desde el primer momento en el que se había hecho el anuncio y parecían más que dispuestas a pasar a la acción en caso de verlo necesario; la Asamblea, por tanto, debía considerar si accedía a sus peticiones, que pasaban necesariamente por la anulación del decreto promovido en los últimos días, y las discusiones entre los diputados no tardaron en encenderse.

Con el paso de las horas, Enjolras supo que era inútil. No hacía falta ser ningún experto para darse cuenta, pero él había presenciado demasiadas coyunturas ideológicas y divergencias de voluntades como para no reconocer un caso perdido cuando lo veía. No se llegaría a ninguna conclusión ese día, era evidente, y eso solo provocaría que las organizaciones obreras se impacientaran y cumpliesen con su amenaza antes que después.

Lo más prudente, desde luego, habría sido responder a sus demandas, sobre todo teniendo en cuenta lo nuevo y frágil que era el gobierno, se decía Enjolras con preocupación. Pero la Asamblea estaba compuesta ahora casi en su mayoría por diputados de corte conservador y no daría su brazo a torcer fácilmente. Eso, por desgracia, también sabía verlo demasiado bien.

Fue por eso por lo que no le sorprendió encontrarse los primeros disturbios callejeros esa tarde. Desalentado por el devenir del día, había decidido marcharse de la última sesión antes de tiempo, pensando en pasarse por el Musain para discutir con la asociación —que lo cierto era que, después de perder a varios de sus miembros en febrero, ya no era lo que antes— su respuesta grupal a los acontecimientos; pero se detuvo ante el panorama que encontró fuera. Las gentes corrían de un lado a otro, se llamaban entre sí, gritaban indicaciones en esa jerga, tan familiar para él, diseñada para proteger su información de oídos gendarmes... Las primeras señas de una revuelta popular.

"Amor, tuyo es el porvenir"Donde viven las historias. Descúbrelo ahora