Aunque apenas fuera el mediodía las nubes negras e imponentes no dejaban pasar los luminosos rayos de sol, haciendo incluso que pareciese de noche. Los truenos hacían retumbar el suelo como si de bombas se tratase y un húmedo olor a barro se expandía por todas partes. Millones de gotas de lluvia caían sobre mi cuerpo, todas ellas dulces, pero las que brotaban de mis ojos eran diferentes, aquellas eran saladas. Sentía la ropa mojada pegada a mi cuerpo y desesperado miraba hacia el cielo a la espera de que un rayo acabaran con tanto sufrimiento.
Comencé a andar sin ningún destino en mente, aunque mis piernas me llevaban camino hacia el acantilado. Era difícil andar por allí, el suelo estaba embarrado y mis zapatillas se hundían cada dos por tres en aquel viscoso suelo. Emití un pequeño sollozo y más lágrimas comenzaron a brotar de mis rojos e irritados ojos.
¿Porque Dios no me ayudaba? ¿Porque no me lanzaba un rayo y acababa con todo esto? Al parecer debía ser yo el que diera el paso. Si Dios no quería colaborar entonces sería yo el que lo haría todo.
Aceleré el paso al igual que mi llanto. Me dolian las piernas, llevaba horas caminando bajo la lluvia, pero aquel dolor no era nada comparado con el que mi alma rota sentía. No tenía solución, no existía ninguna forma de estar con ella, y por lo tanto tampoco existía ningún medicamento que pudiera sanar mi alma.
- ¡Roger! - oí una voz llamarme.
Asustado me giré para ver la silueta de una mujer aparecer entre la niebla. Era ella.
- ¡Roger!- me volvió a llamar.
Vi como se disponía a acercarse a mi. No quería que me detuviese, así que comencé a correr hacía el borde del acantilado.
-¡Roger! ¡No! ¡Para por favor!
El sonido de su voz se perdía entre el ruido de la lluvia y de mis pies al chapotear en los charcos de barro. Debía despistarla, debía evitar que me detuviera. Pude distinguir el borde del acantilado a tan solo unos pasos, ya no faltaba nada. Intenté correr todo lo que mis piernas me permitían. Pero justo antes de llegar tuve que parar. Me coloqué de rodillas a unos dos metros del acantilado y comencé a llorar como nunca antes había hecho. No podía permitir que me viera saltar.
Oí sus pisadas aproximarse a mi y una cálida mano tocarme el hombro.
-Roger...- dijo ella con la voz rota - No lo hagas. No me dejes por favor.
-¿Que haces aqui? ¡Vete! - dije sollozando aún de espaldas a ella.
-No. No me voy a ir. No me ire jamas de tu lado. Aunque tuviera que escapar de mis padres, lo haría. Aunque tuviera que matar a alguien, lo haría. E incluso aunque tuviera que morir, lo haría.Te amo. No puedo vivir sin ti Roger. No puedo...
Suspiré. Aún de rodillas me giré para mirarla. Para ver aquel cabello rubio mojado caer sobre sus hombros. Para volver a ver aquel hermoso rostro que pensé que jamás volvería a ver. Para poder perderme en aquellos verdes ojos una vez más. Los ojos de una mujer noble que jamás me pertenecería.
-Vete, Cécile... Aún puedes vivir una vida que te mereces. Tus padres te han elegido un buen marido que te cuidara y te amara tanto como yo lo hago. No te dejes arrastrar por mi. Olvidate de mi, yo solo te estorbare. Se feliz, Cécile. Dejame morir...
-¡No! Mi vida no tiene sentido sin ti ¡No pienso permitir que mueras!- exclamó ella sollozando - Por favor Roger... Por favor...
-Cécile. Escucha. No te preocupes por mi. Acabaré con este sufrimiento, iré a otro lugar. Allí estaré mejor. Nos veremos en otra vida.
-No. No quiero esperar a mi hora en un mundo sin sentido. Si no tengo otra opción, entonces me iré contigo.
-No... No puedo...
-¡No evitaras nada! Si tu saltas, yo salto.
Me levanté del suelo y ella me imitó. Me asomé al acantilado y vi el revuelto mar que chocaba contras las afiladas rocas de abajo. Volví a mirar a Cécile. Esta lloraba desconsolada. No quería seguir viviendo, pero tampoco quería que ella muriera.
-Vámonos, Rogel. Vámonos juntos al cielo - dijo entre lagrimas.
Me acerqué a ella rodeando mi brazos por su cadera. Ella colocó sus brazos sobre mis hombros y sonrió débilmente. Y sin pensarmelo ni un segundo uní nuestros labios para darle lo que en principio sería nuestro último beso.
Cuando nos separamos no dijimos nada. Nuestras miradas hablaban por nosotros. Ya estaba decidido. Nos dimos de la manos y dimos tres pasos hacia el acantilado. La punta de mis zapatos ya asomaba por el borde. Volteé la cabeza para volver a mirarla. Era guapa, muy guapa. Cécile respiró profundamente y me apretó la mano como señal de que estaba preparada. Y tras compartirnos la frase "Te amo" saltamos los dos juntos hacia un mundo mejor. Hacia un mundo en el que una noble y un plebeyo podían estar juntos.
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Juntos por la eternidad
Short Story¿Porque Dios no me ayudaba? ¿Porque no me lanzaba un rayo y acababa con todo esto? Al parecer debía ser yo el que diera el paso. Si Dios no quería colaborar entonces sería yo el que lo haría todo.