Nunca creí que el hecho de tener mal genio un día me cambiara por completo mi vida. Dotado desde joven de mal temperamento, mi pésimo carácter me ha causado más de un problema. Reconozco que me cuando algo me altera me dejo llevar por mi pronto y sin pensar en las consecuencias, me lanzo al cuello de quien me molesta o me perturba. Eso fue lo que me ocurrió ese sábado en la mañana y desde entonces acarreo con sus consecuencias.
Habiéndome acostado a las cinco de la mañana con una borrachera de las que hacen época, no debía de llevar dos horas durmiendo la mona cuando empecé a escuchar a un bebé llorar. Si en un principio intenté evitar su llanto hundiendo mi cabeza en la almohada, con el paso de los minutos sin poder dormir me fui encabronando cada vez más.
-¡Hagan callar a ese puto crio!- grité en un momento dado.
Los chillidos del niño retumbando en mi cabeza eran insoportables. Lo agudo de su lamento se clavaba en mi sien magnificando el dolor de mi resaca. Hecho una fiera, me levanté y golpeé la pared intentando que mis malditos vecinos hicieran callar a su retoño pero viendo que mis protestas no cumplían su objetivo, me puse unos pantalones para enfrentarme directamente a ellos.
Completamente encabronado, salí de mi casa y golpeé la puerta de mis vecinos. Durante unos minutos nadie respondió a mis golpes y ya dominado por la ira, tiré la puñetera puerta. Al entrar en el piso, me encontré todo hecho un desastre mientras desde una habitación el crio seguía llorando. Sin pensar en lo que había hecho y que era algo a todas luces ilegal, fui en busca de sus padres. Padres a los que, aunque llevaba viviendo dos años en esa casa y debido en gran medida a mi carácter huraño, no conocía.
Mi sorpresa al entrar en el cuarto del que procedían los llantos fue máxima, ya que me encontré con el bebé en su cuna y a su madre tirada en el suelo. Aun resacoso, no me costó comprender que algo iba mal. Tratando de reanimarla, me agaché y llevé a la mujer hasta la cama. Como no reaccionaba, llamé a una ambulancia.
El operador me contestó que tardarían al menos media hora en llegar por lo que nada más colgar decidí, ya que el hospital más cercano estaba a menos de cinco minutos de allí, llevarla yo mismo. Afortunadamente en ese momento entró por la puerta, otro vecino que alertado por mis gritos, vino a ver qué ocurría. Sin darle tiempo de opinar, le ordené que se ocupara del niño mientras yo llevaba a su madre a urgencias.
El tipo me prometió hacerlo u aprovechando que llevaba las llaves del coche en un bolsillo del pantalón, cogí a la mujer en brazos y salí de allí. Sin saber que había ocurrido y desconociendo incluso el nombre de la joven a la que estaba auxiliando, la metí en mi automóvil y saliendo del parking la llevé al hospital. Al llegar a la clínica deposité a la enferma en manos de un médico y cuando ya creía que me podía marchar, me pidieron explicaciones de lo ocurrido.
Avergonzado por mi comportamiento, mentí y no les dije que mi mala leche me había llevado a descubrir a esa joven tirada en la alfombra, por el contrario y haciéndome el buen samaritano, les conté que persuadido por los gritos de su hijo comprendí que algo pasaba y por eso tirando la puerta, la encontré desmayada.
-Bien- dijo el auxiliar creyéndose a medias mi versión- ¿Nombre?
-Gonzalo Santos- respondí.
El sanitario, rehaciendo su pregunta, me dijo:
-¿Nombre de la paciente?
-Ni idea- contesté.
Si ya le extrañó que no lo conociera, la cara de incredulidad del empleado se acrecentó cuando intentando aclarar el asunto insistió:
-¿Me está diciendo que ha entrado a casa de una vecina tirando la puerta sin conocerla?
-Sí- respondí.