Había una vez un vampiro en la ciudad. No era muy atractivo, pero tampoco era feo.
Pasaba por un ciudadano común y corriente que trabajaba y pagaba sus impuestos. Un ciudadano respetable.
No tenía muchos amigos, y los pocos que tenía solamente le hablaban para felicitarlo en navidad, así que nadie más notaba que estaba solo. Sin embargo, no daba ese aire sombrío. Si tú lo vieras caminando por la acera pensarías que es un oficinista cualquiera que cuenta chistes malos y le encanta la cerveza.
Y quizás es así.
Aquel vampiro tenía una necesidad primordial que convirtió en pasatiempo.
Estaba tan aburrido de su larga y mísera existencia, que necesitaba del dolor de otros para sentirse a gusto con su alma oscura. La sangre ya no le generaba tanto interés como en sus tiempos de adolescente con sus hormonas y deseos alborotados, incluso le parecía insulsa, pero necesitaba de ella.
Así que decidió jugar un juego que fuera más interesante: cazar.
El vampiro iba de caza cada cierto tiempo, en las noches de luna llena se calzaba sus mejores zapatos, planchaba su saco más elegante, y asegurándose de esconder sus colmillos buscaba a su presa en los antros de la noche, él ya tenía experiencia, y le encantaban las presas con ciertas características.
Se acercaba a la que se veía más tímida, más callada, sentada en el rincón del lugar abandonada por sus amigas. Era carismático, y después de dos o tres tragos que le enviaba a la presa discretamente tomaba impulso para ir a su mesa y hablarle.
Su lengua era seductora, tantos años en el mundo le habían dado un lenguaje muy extenso, que no dudaba en usar para encandilar a las chicas jóvenes. Las hacía reír, les cuidaba el bolso, volvía a asegurarse de que sus colmillos estuvieran bien escondidos y mostraba cierta inseguridad, timidez e ingenuidad falsa, pero que a sus presas les daba ternura y las enamoraba.
Cuando la chica le daba su número de teléfono, para él, la cena estaba servida.
Se tomaba su tiempo, le gustaba asegurarse de que el platillo fuera el más exquisito que el paladar humano podría saborear jamás. Así que las condimentaba, empezaba con generosas cantidades de mensajes románticos, en donde se comportaba como un caballero en toda la regla, se preocupaba por ellas y las halagaba discretamente.
Cuando la carne se volviera más blanda entonces agregaba dos tazas de amor y atención, eso hacía que adquiriera sabor dulce, y las pasaba al sartén, sobre el fuego de la pasión que desbordaba por sus dedos.
Cada noche la bestia sanguinaria las hacía sentir como reinas, las llevaba a la locura con el placer inmenso que les daba, arañaban su espalda, y las hacía ver las estrellas, sin duda, dejaba la cocción en punto medio, subiendo y bajando la temperatura cada cierto tiempo. Porque después iba el paso que más le gustaba.
Empezaba sutilmente a agregar pequeñas cucharadas de indiferencia y confusión, ausentándose por días, y semanas enteras, hasta que la incertidumbre en el corazón de sus víctimas fuera tanta que las hiciera sollozar en las noches, entonces volvía y agregaba una taza y media de más amor y atención, haciendo que ellas olvidaran la pequeña punzada del dolor anterior. Hasta que el ciclo volvía a comenzar.
Conforme pasaba el tiempo iba agregando cada vez más indiferencia y disminuyendo el amor. Claro, una comida gourmet necesitaba más ingredientes, así que tomo muchas migajas de amor, una botella de desprecio, un puño de lágrimas, una onza de enojo, y finalmente, el paso más importante: muchos golpes, para suavizar la carne por supuesto.
La pobre presa ya no podía irse, estaba hipnotizada por las migajas de amor que la bestia dejaba caer a su paso, con lo que la presa se alimentaba para sobrevivir, aunque ya había visto la naturaleza del vampiro, ella seguía esperanzada de que el lograra curarse de su maldición, y vivieran felices para siempre como en los cuentos de hadas.
Claro que se equivocaba, este cuento sin duda no es de hadas.
Seguían así, por mucho tiempo, para el vampiro era el juego más divertido, cazar a una presa que ya estaba en sus garras, y su platillo había empezado desde la noche en que la conoció.
Había desgarrado su autoestima, devorado el amor de la presa, saboreado sus lágrimas de impotencia, deleitado con sus gritos de miedo y dolor, absorbido hasta la última gota la pasión de esa alma rebosante de energía, y dejado solo un cascarón vacío, que todavía se encargaría de drenar.
La última noche, el vampiro compro un ramo enorme de rosas rojas, había pedido a su comida que se bañara y vistiera, lo más bonita posible, con la ropa que anteriormente él le había prohibido usar, ya saben, para no despertar el apetito de otros vampiros.
La bañó en agua de rosas, la perfumó, la trató como una diosa, le preparó su comida favorita, pero al final de la velada... finalmente se transformó en la bestia que siempre había sido.
Dejó sus colmillos al descubierto, y los enterró una y otra y otra vez en el pálido y frágil cuello de su víctima, hasta dejarla sin una sola gota de vida.
El desapareció de la escena y concordó con los policías cuando encontraron su cuerpo, y lo llamaron un crimen pasional.
ESTÁS LEYENDO
Cómo cocinar una presa
VampireIngredientes: •Una pizca de amor •2 cucharadas de mentiras •3 tazas de atención • Un litro de desprecio Y el ingrediente secreto....un poco de sangre Esta es la mejor receta para cocinar a una presa