La oscuridad de mi infancia volvió de golpe en cuanto me encontré en esa casa que guardara con recelo los días de mi niñez. Recuerdos borrosos, quizás a causa de un deseo de mantener la poca cordura que me permite todavía comunicarme con el resto del mundo.
Las paredes corroídas por el tiempo, el aroma a moho provocado por el abandono y ese goteo constante que sólo anuncia las incontables fallas en las tuberías, confirman la necesidad de tirarla, decisión que debió tomar mi padre hace tanto tiempo.
Respiro hondo. No tengo mucho tiempo para perder en ese lugar, pero la nostalgia, ese sentimiento absurdo, me llevó hasta ahí por última ocasión.
Con cuidado subo la escalera que en otras ocasiones me parecía interminable pese a que ahora puedo notar que no cuenta con más de quince escalones. Así sucede, la ingenuidad de la niñez te lleva a agrandar todo. Como esos leones de piedra en el parque donde pasáramos los fines de semana, monstruos invencibles que ahora resultan irrisorios.
Llego al último escalón y giro a la derecha. Una, dos, tres puertas y finalmente doy con esa habitación que permaneciera cerrada desde el 8 de agosto de 1991. Las tragedias ocurren y uno sólo piensa en ocultarlas. Algunas personas sonríen forzadamente, las aceptan, las abrazan; otras, como mis padres, prefieren cambiarse de ciudad abandonando la inversión de toda una vida.
Giro el picaporte. Todavía guardo en la memoria la cantidad de ocasiones en que Ana, entre risas y berrinches, pidiera que no entrara mientras yo sólo empujaba la puerta, haciendo algún gruñido extraño. Al final terminaba cediendo sólo para botarse de la risa pateando en todas direcciones.
Ahora que lo pienso ¿De dónde saqué esa idea? ¿De una de las tantas películas de terror barato que rentaba papá? ¿De las historias que contaban los demás críos en la escuela? O de un terror más profundo, uno que provoca pesadillas a los niños y los hace temer a eso que habita en la oscuridad.
Algo se mueve en el pasillo.
Pasos rápidos y un sonido que parece desgarrar una garganta. El mismo que escuchara cada noche. Mi cuerpo se queda paralizado unos instantes como hiciera en aquel tiempo en que el sueño se interrumpiera por esa criatura que parecía mostrar preferencia para atormentarme.
Un segundo gruñido, más cerca, más real. Me está acechando, me reconoce pese a los años. Con torpeza logro mover las piernas, choco contra las paredes y bajo a trompicones por las escaleras, huir, siempre huir, la puerta cede por la fuerza con que mi cuerpo la empuja, dejando atrás a esa cosa y su quejido infernal.
Los niños no desaparecen de la noche a la mañana sin causa y Ana, mi pequeña hermana, no fue la excepción. Aún recuerdo sus mejillitas húmedas cuando, con voz temblorosa, me dijo que alguien tocaba su ventana por las noches y los quejidos... gruñidos que me negué a reconocer para ocultar mi propio miedo. Si tan sólo la hubiera dejado dormir esa noche conmigo, si les hubiéramos llorado a nuestros padres para que nos brindaran el refugio de su habitación.
El corazón todavía me late con violencia cuando llego a mi piso y mi pequeña Laura se acerca corriendo para darme la bienvenida, ajena del terror que acecha a su padre.
Posiblemente el reencuentro y despedida de esa tarde, el consuelo de la destrucción de aquella vieja casona, y por ende de lo que habita en ella, me permite dormir en cuanto toco la cama, profundamente, sin malos sueños; con la resignación de lo que le ocurrió a mi hermana.
Ya no hay mucho que hacer, y la calma es ahora una constante en mi vida a la que le puedo agradecer que Laura duerma tranquila. Para ella mis terrores no existen, le basta con sus propios monstruos. Como ese ser que vive bajo la cama o la sombra que en ocasiones intenta escabullirse del armario. Monstruos que mantenemos bajo control gracias a la luz de noche y al Señor Bigotes, ese gato de peluche, mugroso por acompañarla en todas sus aventuras, guardián que por las noches la protege de cualquier amenaza.
—Papá... papá —un pequeño susurro interrumpe mi sueño.
Su pequeña mano, insistente, se apoya contra mi brazo, un peso que apenas puede ser considerado como tal, dos, tres movimientos. Laura y su mala costumbre de tener hambre a altas horas de la madrugada.
—Ve a dormir.
—No. Papá, papá.
—Ve a la cama —insisto. Hay que corregir ese mal hábito.
—Pero papá...
—¿Qué? —La escucho tomar aire.
—Hay alguien tocando mi ventana.
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Buenas noches
Short StoryNunca dije nada a mis padres de esos ruidos extraños en la casa...