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Había una vez, hace mucho, mucho tiempo, un hombre que no sabía amar.

Por más que intentaba e intentaba, su corazón se había marchitado por demasiado tiempo como para que pudiera sentir algo que no fuera desesperación. El hombre deseaba con todas sus fuerzas poder amar, y así él también poder ser amado. Ya no sabía qué hacer consigo mismo.

Un día, una bruja visitó al hombre. La bruja, que conocía su sufrimiento, le ofreció una cura para su corazón roto. El hombre, desconcertado, aceptó de inmediato; aún sabiendo lo peligroso que era hacer tratos con aquellos seres hechos de magia y travesura.

“¿Qué debo de hacer?”, le rogó el hombre entre sollozos a la bruja.

“Debes caminar hasta el lago dentro del bosque.” Le respondió la bruja.  “Tú conoces el lago del que hablo. Reencuentra a la persona que tu corazón sigue gritando por hallar, así recordarás cómo amar.”

Y el hombre partió camino hacia el bosque.

Entrar al bosque fue sencillo. No perderse era el verdadero reto. Los árboles curvaban sus ramas hacía el cielo, tapando casi por completo al sol. Las aves bailaban entre las copas de los árboles y sacudían las hojas, tapando las huellas del hombre, haciéndole imposible ver el camino ya recorrido.

El hombre se adentró más y más en el bosque, hasta que por fin llegó a un claro. En ese lugar logró encontrar el lago que buscaba. El agua cristalina rodeada por inmensos sauces lo hacía parecer un sitio mágico y místico, pero el hombre no pudo encontrar a nadie más en el lago. El hombre siguió y siguió caminando alrededor del gigantesco lago, sin suerte.

La noche estaba a punto de llegar, y con el sol las esperanzas del hombre parecían desaparecer.

“¿A quién debo buscar?” Se preguntaba a sí mismo el pobre hombre, “¿Quién es esa persona que mi corazón desea reencontrar?”

Entre suspiros y pesar, el hombre se acercó a la orilla del lago, lleno de cansancio, soledad y demasiadas preguntas a las que nadie le podía dar una respuesta.

“¿También estás triste?”, el hombre escuchó una pequeña voz infantil preguntarle.

El hombre, lleno de sorpresa, buscó con la mirada a su alrededor, pero no había nadie más.

“¿Qué te hizo sentir triste?”, volvió a preguntar la voz, tan cargada de pesar que hacía que el hombre deseara poder abrazar a la persona a quien pertenecía.

El hombre bajó la cabeza hacía el lago, asombrándose al darse cuenta que no reflejaba su silueta, sino que reflejaba la silueta de un niño, con los ojos acuosos y la nariz y las mejillas rojas. El niño lo miraba fijamente, tratando de sonreír, pero las comisuras de sus labios mostraban su gran dolor.

“Oh, pequeño,” el hombre se acercó más al niño, “¿Por qué lloras?”

“Porque me olvidaste.” Le contestó.

“¿A qué te refieres?”, dudó el hombre.

“Papá te dijo que me olvidaras, y así lo hiciste.” le respondió el niño “No fue tu culpa, no la es… pero yo aún no me quería ir, quería seguir jugando un poco más… lo siento.”

“¿Por qué te disculpas?” la voz del hombre se quebró.

“Te hice llorar.” las lágrimas del niño llenaban sus mejillas mientras trataba de alcanzar al hombre, pero no podía, él no podía cruzar el reflejo del lago.

“Tampoco es tu culpa” el hombre negó con la cabeza, esta vez sintiendo sus propias lágrimas cayendo sobre el lago, “No me di cuenta que te estaba apartando, lo siento.”

El hombre trató de acercarse al niño, y esta vez sí fue capaz de sostenerlo entre sus brazos. Abajo, en el lago, solo quedó la silueta del hombre. La bruja tenía razón, el hombre volvería a aprender cómo amar, poco a poco.

¿A quién culpar por un corazón roto?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora