Respirar (sin ti)

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Una guerra no ocurría de un momento para otro, y Chuuya lo sabía.

A lo largo de la historia, la guerra entre tengus y kitsune había sido ininterrumpida, luchando uno contra el otro por un territorio en el que estar. Ninguno estaba dispuesto a renunciar, ninguno estaba dispuesto a vivir fuera de su tierra. 

Los kitsune, los invasores, eran los enemigos. Los tengu, los dueños originales, eran los que se debían encargar de ello. 

Así, la familia Nakahara era históricamente conocida por los grandes guerreros que habían portado el apellido y habían derrumbado grandes generales kitsune. Como heredero y portador del apellido, desde que era pequeño lo habían criado y preparado para morir como un guerrero en la lucha contra los kitsune, los cuales se aproximaban peligrosamente a la frontera que se había pactado de manera silenciosa, pero que nunca se había llegado a solidificar. Le habían educado para que supiese quién era su enemigo, cómo de retorcidos eran, y por qué debía luchar contra ellos.

—Hey, ¿estás llorando? —Un par de ojos marrones le miraban desde arriba, curiosos—. ¿Por qué lloras?

Porque no quería luchar, porque le daba miedo morir, porque no le gustaba coger una espada. No le gustaba nada de lo que le habían dicho que sería su vida.

Porque no quería defraudar a su familia. Porque a su edad su hermana ya tenía su gracia perfeccionada, y él ni siquiera la había recibido. 

Miró al chico. Orejas blancas. Colas blancas. Un kitsune. ¿Pero los kitsune no adquieren el blanco tras las nueve colas? Contó las que veía. Eran cinco.  Dicen que crece una cola por reencarnación. Otros por sabiduría. ¿Cuál era la verdad? Solo los kitsune lo sabían. 

Sin embargo, los kitsune no eran buenos. Podrían parecerlo, pero no lo eran. Solo eran ambiciosos, siempre querían más de lo que les pertenecía. Y los tengu no podían permitir que ellos fueran su siguiente victoria, porque ser un tengu implicaba ser rudo, ser valiente, no tener miedo, y ser más inteligentes que los astutos kitsune, que como zorros que son, pueden adoptar diferentes formas para atraer a los soldados de diferentes maneras y terminar con sus vidas en ese mismo instante.

Había visto diferentes kitsune, pero nunca había visto uno con pelaje blanco. 

Qué kitsune más raro. 

—¿Estás herido? Puedo curarte.

Ojos marrones preciosos, pero vacíos. Tendría su misma edad (o al menos lo aparentaba, no sabía su edad como kitsune).

—No... No te acerques.

Le apuntó con su katana, y desplegó sus alas negras. Su mano temblaba, pero confiaba en que el kitsune fuera lo suficientemente desconfiado como para no tentar a su suerte.

A él también le deberían haber enseñado lo mismo, ¿verdad? Los tengu son peligrosos, hay que eliminarlos. Que ellos eran los invasores. ¿Cuál era la versión correcta?

¿Había acaso alguna?

—Chuuya.

Se giró. Rimbaud, la persona que lo había criado más que sus padres (a los que nunca realmente vio, su madre murió, su padre siempre estaba en la batalla) y enseñado tanto a leer como a coger una katana, lo miraba con sus ojos cargados de pena. Él había estado en la segunda gran guerra, y había salido muy herido. Sus movimientos ya no eran tan fluidos, puesto que una de sus alas había sido rota. 

Ahora, le tocaba a él.

—¿Estás preparado?

Nunca lo estaría. Miró el árbol de cerezo del jardín, en su pleno florecimiento, y no respondió. Rimbaud se sentó detrás de él y le acarició las alas. Tampoco dijo nada, pero ese gesto lo indicaba todo.

Respirar (sin ti)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora