La historia que voy a contar es personal. Es la historia de un secreto que hasta hoy he mantenido oculto. Los hechos se desarrollaron en Jerusalén, a donde una visita de trabajo me llevó un par de semanas. Me hospedé en un hotel céntrico. Aún recuerdo el tacto de la rosada piedra caliza en sus muros, su inspiración asiria y fenicia, y su presencia rectangular. Los motivos laborales que me llevaron a Tierra Santa no son relevantes, lo destacable sucedió en mi tiempo libre, concretamente durante mis paseos matinales.
No tardé en establecer una pequeña rutina y dediqué las mañanas a visitar la Ciudad Vieja. Cruzaba la puerta de Jaffa y me dirigía a los intrincados callejones de sus mercados, el de Muristán y el de Avtimus. Allí me rodeaban telas y alfombras de colores imposibles que colgaban de alguna parte, me cruzaba con turistas madrugadores y ocasionalmente descubría una fuente de origen otomano. Era un laberinto hermoso y acogedor; aunque suelo presumir de buen sentido de la orientación, he de reconocer que más de una vez me perdí en aquella geometría.
Queriendo diferenciarme de los insustanciales turistas buscaba callejones menos concurridos. En uno de ellos encontré una estrecha librería. Su propietario era un anciano, de nombre Aarif. Me contó que de joven fue callado y vago, y que la vejez lo había vuelto hablador y energético. Pronto nos hicimos amigos y pasé a visitarlo todos los días. Me invitaba a un café y conversábamos en un cómico inglés incompleto.
En mi octava o novena visita Aarif se mostró tenso, aunque no falto de su habitual alegría. Interrumpió nuestra conversación para confesar que tenía algo que enseñarme. Me invitó a la trastienda y allí buscó entre pilas de libros, cajas y muebles. Volvió con un tomo antiquísimo y lo posó en una pequeña mesita para que lo examinase. La portada y el lomo estaban completamente desgastados y no podía leerse el título o el autor. Creí adivinar algunas letras latinas, una "G" y una "a", en concreto.
Sé que muchos no creerán lo que ahora voy a contar; cada uno es libre de pensar lo que quiera. Abrí el libro por la mitad, las dos páginas amarillentas describían alguna civilización fantástica, parecían extractos de un libro de viajes. Aarif me instó a pasar de página. Obedecí y me llevé una sorpresa, la siguiente pareja de páginas eran de un plástico extraño, su tacto fue una nueva sensación. Volví a la página anterior pero las amarillentas páginas eran ahora un papel de alta calidad y los textos hablaban de otras culturas. Obviamente, pensé que había pasado dos páginas de una vez y traté concienzudamente de separar el papel con el pulgar. La risotada de Aarif me hizo desistir. Traté de volver a la página de plástico pero se había convertido en una antiquísima hoja y un cacho se deshizo en mi mano. Mi viejo amigo me explicó que las páginas del libro nunca se repiten, desparecen al pasarlas y las sustituyen otras de materiales y textos diferentes. Lo único que tienen en común es describir culturas y mundos fantásticos y las aventuras de su autor; ocasionalmente pueden encontrarse historias cortas y poemas. El estilo sugiere que fueron escritas por la misma persona, a quien Aarif llamó "el viajero". Dijo que nunca había visto una página repetida, ni él ni el hombre que le vendió el libro. Decidí no preguntar sobre ese hombre.
Tras aquella experiencia quise regresar al hotel. Aarif se mostró entonces empecinado en venderme el libro. Me intentó convencer diciendo que sentía que el libro buscaba a su autor y que por alguna razón pensaba que yo podía serlo. No me pareció que sus palabras tuvieran sentido alguno, pero era innegable que tenía mucha curiosidad por el libro; quería estudiarlo en detalle y descubrir su secreto. Prometí volver al día siguiente con una decisión tomada; lo cierto es que apenas llevaba dinero encima y me parecía justo ofrecerle una cantidad razonable por un objeto tan especial. Cuando escuchó mi plan Aarif se quedó entristecido, pero a los pocos segundos pareció recordar algo y volvió a lucir su joven sonrisa.
Ese día mis obligaciones laborales me llevaron a Tel Aviv, en donde pasé una noche. Regresé a Jerusalén a primera hora de la mañana, y no queriendo faltar a mi cita diaria con Aarif fui directamente a la Ciudad Vieja, sin pasar por el hotel. Me llevé una sorpresa desagradable. La pequeña librería había sido sustituida por una ordinaria tienda de souvenirs que aún no había abierto. Me chocó un cambio tan repentino, pensé que era imposible realizar un cambio de negocio de un día para otro. Lo achaqué estúpidamente a que se trataba de una zona turística y a la eficiencia israelí. Me apenó no tener forma de contactar con Aarif; los vendedores cercanos me dijeron que no se dejaba ver mucho. Decidí regresar al día siguiente en busca de información sobre mi viejo amigo. Puedo adelantar que no la encontré. Volví andando al hotel. Entré en mi habitación y en la mesa del escritorio descansaba el libro de Aarif.
Tras la sorpresa inicial, llamé a recepción y pregunté si alguien había dejado algo para mí. Me respondieron que no. Quizás notaron un toque de preocupación en mi voz, porque también revisaron las cámaras de seguridad para asegurarse de que nadie se había colado en mi habitación. Pero yo no estaba preocupado, me lo tomé como un regalo de despedida de Aarif.
Desde entonces he estado tomando notas del libro, transcribiendo textos enteros, para que nada se pierda al pasar página. Ojalá algún día pueda contar a alguien las historias ocultas en este libro, quizás también las ilustre.
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El libro de viajes
Short StoryLa historia que voy a contar es personal. Es la historia de un secreto que hasta hoy he mantenido oculto. Los hechos se desarrollaron en Jerusalén, a donde una visita de trabajo me llevó un par de semanas. Me hospedé en un hotel céntrico. Aún recuer...