El mudo y los cimientos del mundo

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El libro que sostengo tuvo una gran influencia en mí, y sin embargo casi nada se sabe de su autor. Resolví solucionar ese defecto. Su nombre era Ozan Demirel y nació a principios del siglo XX en una pequeña aldea en la costa del mar Negro, cerca de la ciudad de Trabisonda. Allí vivió y murió. Se intuye a través de algunos de sus textos que era mudo. Nunca fue una figura importante en el mundo de la literatura, ni siquiera a nivel local; publicó tan solo tres libros, dos de los cuales son imposibles de encontrar. Yo poseo una copia del tercero, el único que alcanzó un mínimo reconocimiento. Fue un regalo de mi abuela; en parte, esto explica el cariño que tengo por el libro. Se titula Zellá y los cimientos del mundo, y cuenta la vida de un héroe cuyas aventuras reflejan los más elevados dilemas de la filosofía. Lo cierto es que el estilo que adopta en esta obra la hace densa e impenetrable, dudo que incluso el académico más ilustrado pueda comprenderla. Confieso desconocer la razón por la que esta obra influyó tanto en mí. Pero en esa maraña de textos indescifrables yo creí acercarme a la Verdad, como quien contempla un cuadro abstracto y deriva de él un significado. Quizás fue su misteriosa elección de palabras o la más cruda casualidad.

Yo nací en Esmirna y en 1992 obtuve mi graduado en Literatura Turca por la Universidad de Estambul. Fue al año siguiente, durante mis vacaciones, cuando inicié mi investigación sobre Ozan Demirel. No resultó fácil conseguir nueva información. Viaje a Trabisonda y tras recorrer durante horas archivos y bibliotecas, tuve la suerte de encontrar una recopilación de ensayos de autores locales. Uno de ellos, de quien solo recuerdo que su apellido era Ates, nombra a Demirel y poéticamente lo describe como un hombre mágico que no produce sonido alguno. Puro silencio. Lo cual corroboraba la idea de que era mudo. Cuando estaba a punto de irme, el bibliotecario se acercó. Mi fatigosa búsqueda le había causado curiosidad y me preguntó por ello. Mi respuesta lo sorprendió. Me contó que su padre había trabajado en esa misma biblioteca, y que había escuchado de él alguna historia imposible sobre Ozan Demirel. Según su padre "Demirel no era mudo. Simplemente vivía en un mundo sin sonido. Ni su voz, ni sus pasos, ni sus palmas se escuchaban. Lo tomamos por un truco de magia". De pronto la descripción del ensayo me pareció menos poética.

Llegué finalmente al pequeño pueblo en que vivió Demirel. Esperaba que los ancianos del lugar lo recordaran y tenía la intención de entrevistarlos. Fui el único huésped del único hostal. La conversación con el bibliotecario había hecho mi investigación más divertida, pero no quería incluir en mi trabajo opiniones sobrenaturales o supersticiones baratas. Para mi desgracia, todos y cada uno de los ancianos a los que entrevisté corroboraron las palabras del bibliotecario. Una de ellas, de nombre Aysel, incluso me dio las llaves de la casa de Demirel; aún seguía en pie pero estaba abandonada. Ella vivía en una casa contigua y confesó que en su juventud había leído muchos de sus textos, la mayoría de los cuales nunca fueron publicados. Que yo me interesara por un escritor tan olvidado la emocionó y se ofreció a ayudarme en todo lo que pudiera. De mis conversaciones con los ancianos aprendí que Demirel había vivido allí con su mujer y que no era una persona muy social, supongo que era consciente de su condición sobrenatural, pero por lo demás eran un matrimonio agradable. Demirel podía escuchar a su mujer pero tenía que decirle todo por escrito. También parecía hablar mucho consigo mismo, aunque nadie sabía de qué. Él y su mujer murieron relativamente jóvenes y sin descendencia.

Entré en la casa a la mañana del día siguiente pero no encontré nada de interés. Hice una visita a Aysel, que me ofreció algo de comer. Le dije que ya había desayunado pero mis fuerzas flaquearon ante la insistencia de la anciana. Mientras yo comía, ella me habló de Demirel. Todos los días a las seis de la mañana salía a pasear por el parque, muy puntual y solitario. La tarde la dedicaba a la escritura y ocasionalmente exploraba el pueblo y regalaba poemas y cuentos a los vecinos. Me contó que una mañana lo vio en el parque y parecía estar en éxtasis, bailando y cantando como un pájaro. En cuanto regresó a casa se sentó a escribir, y no paró durante cuatro días. El resultado fue Zellá y los cimientos del mundo. Aysel conocía muchos detalles de Demirel gracias a su mujer, las dos fueron amigas a pesar de la importante diferencia en edad. Aprendí que Demirel no había sido siempre así, tuvo una infancia normal, hasta que un día el sonido decidió abandonarlo. Poco a poco su voz se apagó y el silenció se extendió a lo que tocaba; ni las puertas que cerraba ni las llaves que dejaba caer eran perceptibles.

Regresé a la casa y cerré con cuidado la puerta. Me detuve en medio, lamentando no tener posibilidad de resolver el enigma. Los minutos que siguieron fueron de pánico y parálisis. Escuché una puerta cerrarse a mi espalda y unos pasos acercarse. Pero no había nadie. Escuché los pasos dirigirse a la mesa que tenía enfrente y escuché la silla siendo arrastrada. Supe que la voz que estaba oyendo era la de Demirel, que hablaba consigo mismo. Hablaba del grato paseo y tenía la esperanza de que quizás hoy su talento le permitiera escribir acaso unas líneas. Conversó con su mujer, lo supe porque recitó lo que le iba escribiendo. Llegado un momento me tranquilicé. Traté de hablar con aquel fantasma invisible, pero no hubo respuesta. Lo achaqué a una alucinación aunque sabía que lo que estaba viviendo era real. Tomé la grabadora con la que había entrevistado a los ancianos y la dejé sobre la mesa.

A la noche regresé al hostal exhausto y confundido: había pasado un día con Ozan Demirel. Tan solo paré a comprar pilas en la tienda del pueblo. A las seis de la mañana estaba de nuevo frente a la casa y tal y como había previsto, el espíritu de Demirel abrió la puerta con puntualidad y se dirigió al parque. Al principio me costó seguir los suaves pasos de la invisible figura pero pronto empezó a hablar y pude acompañarlo sin problemas. Mi teoría era tan estúpida como imposible: lo que estaba oyendo eran los sonidos que Demirel había producido en su tiempo, unos sonidos que aparecen en el mundo con unos sesenta años de retardo. Me preocupó tener un acceso tan íntimo a su vida, siempre que toda esa locura fuera cierta. Obvié lo sobrenatural de la situación y me propuse obtener toda la información que pudiera sobre el escritor.

Durante varios días grabé toda la vida de Demirel. Para mi descontento, parecía estar pasando por un bloqueo artístico y era incapaz de escribir algo decente. Pensé que quizás estos acontecimientos deberían ser estudiados por alguien más competente que yo, pero no quería que me tomasen por un loco y, en aquel momento, yo tampoco confiaba en mi cordura. Finalmente hubo sorpresas. Llegué a la casa a las seis de la mañana, como todos los días, pero Demirel no hizo acto de presencia. Entré en la casa y todo estaba en silencio. De camino al parque escuché gritos. Era Demirel, cantando completamente exaltado y radiante. Recordé las palabras de Aysel, el día que Demirel cantó en el parque fue el mismo día que comenzó a escribir su obra maestra. Y así fue. Le seguí corriendo hasta casa y preparé la grabadora. Fueron cuatro días de magia en los que pude admirar el genio creativo del artista. ¡Cómo agradezco su hábito de hablar solo! El libro, que me había parecido tan inspirador como incomprensible, se hizo sencillo y sus secretos se volvieron verdades transparentes y definidas. Demirel había llegado a los cimientos del mundo y habló de lo liberador de estas ideas y de lo peligrosas que podían ser. El miedo a extender una visión tan poderosa del mundo hizo que en el segundo día decidiera ocultar la simpleza de su descubrimiento. Enmarañó el texto con metáforas inverosímiles y la más compleja de las gramáticas. Una suerte de filtro para que el poder de la Verdad no cayera en manos de cualquiera.

Habiendo grabado todo decidí regresar al hostal. Por un momento pensé que pasar tanto tiempo en aquella casa podría convertirme en parte de la alucinación. Desde el umbral de la puerta contemplé el pueblo en silencio. Di un paso y el pánico se apoderó de mí; mi pie no había producido sonido alguno. ¿O acaso fue mi imaginación? Para asegurarme di un paso más.

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