Su intrínsica parsimonia hacía que todo su alrededor fuera más lento. De algún modo aprovechaba esa virtud para hacer que el irritante tic tac del reloj de la cómoda se ralentizara. Ya había amanecido. Lavada su arrugada cara y escogida la prenda que llevaría en la parte superior, bajó las chirriantes escaleras como cada mañana. Ya en la cocina, se dispone a preparar un perfecto desayuno británico, siempre acompañado con un zumo de naranja recién exprimido. Le encantaba comenzar su día en la terraza. Tenía una mesita con dos sillas de gris límpido. En ellas se quedaba siempre un rato más, divisaba a lo lejos los buques metaneros y cargueros aproximarse tras el taró mañanero al puerto de su ciudad. Se sentía tan aliviado, tan inspirado. Tan en orden con la vida. Acababa su desayuno y volvía a su habitación para continuar con la parte que más le gustaba de su rutina: caminar.
Con el tiempo medido -- andaban cerca de las ocho cuando comenzaba el camino-- se apresuró a apretar los finos lazos de sus recién compradas deportivas y se colocó su veraniega gorra vaquera . Era el momento de su ansiado paseo por la playa, algo sagrado. Decidió, en efecto, tomárselo con calma. Bajó los resbaladizos peldaños de la escalera de su casa y puso rumbo a la arena fina del Rinconcillo. No vivía lejos. De camino a la playa observaba como los camiones transportistas subían el escarpado puente para llegar a la zona de mercancías del puerto. No pasaba por alto al resto de vehículos, menos aún a la furgo hippie con las enormes tablas de padelsurf. Una moda decente al fin, pensaba. Admiraba todo lo que sucedía, su observadora mirada convertía el recorrido en un vídeo a cámara lenta. Se fijaba en todo detalle. Conocía pues, cada minucia de las calles por las que pasaba cada día. Su ruta cruzaba una lujosa urbanización de palacetes de blanco marfil, de variada colección de coches lujosos. De peculiar olor a agua salada y jazmín. Concurrir esas casas le producía cierta embriaguez y somnolencia, como si caminara soñando entre nubes. Quizás esta sensación era un poco exagerada, pero saber que tras esas mansiones vería su playa le animaba y le rescataba de la monotonía de oficina en la que vivía. Prosiguió su camino.
Huído del encantamiento de aquellas callejuelas, apareció la indicación que tanta felicidad le provocaba: "El Rinconcillo". Sentía aquel lugar como el Edén, un oásis perdido entre bloques ladrillos e inmensas barcas de metal. No podía resistirlo, se quitó sus deportivas para sentir como la arena conquistaba sus pies. Nada era mejor que ver el vasto charco algecireño entre los gigantes de metal bañados en azul del puerto y el perfil inglés del peñon. Cuando tocaban los pies la orilla ya se encontraban invadidos por las tropas del verano: las extravangates conchas, la red de algas y alguna que otra bolsa de plástico con restos de "diversión" juvenil.
Cabe destacar que eso último lo detestaba. Le sacaba de sus casillas que algunos tarugos jugarán con la naturaleza de tal modo. No concebía como alguien podía resultar tan ignorante y ensimismado en entorpecer las vistas de una costa tan hermosa. Desde luego, si los viera les cantaría las cuarenta. Aunque mucho se ha perdido ahora. El respeto, la integridad y la compasión son algunas de las bajas más importantes en esta guerra contra los jóvenes. Borregos que inundan nuestras playas con mierda. Su mierda, especificamente. Pero bueno, el berrinche y la indignación era algo que no podía remediar. La estupidez de muchos imbéciles es un virus, uno que se transmite muy rápido según lo que veía cada día. Sin embargo, nada impedía que siguiera disfrutando del paseo.
Se dirigía al frente, su mirada surcaba las olas. El mar estaba rebelde, listo para combatir con cualquier bañista intrépido. El viento, en cambio, hacía zig zag entre los cabellos dorados de unas niñas que construían castillos. Era como ver una secuencia de una película de fantasía. A estas horas --- no eran aún las diez --- , ya había veteranos peléandose por ver quién cogía el mejor sitio para anclar su trasero. Eran los mejores, los ancianos. Tenían ese superpoder suyo muy desarrollado, observaban la vida como nadie. Observaban en las llamadas largas de las gaviotas sus años de juventud, en las cañas de pescar sus tardes de madurez. Y ahora, miraban con una sonrisa el chapoteo de sus nietos y el amor de sus hijos cuando charlaban sobre sus planes de futuro. La misma intensa mirada la compartían con sus pareja . Era enternecedor, deseaba mantener esa mirada cuando llegara el momento. También adoraba como los jóvenes aprovechaban ese lugar para crear momentos inolvidables. No se refería a los desperdicios, eso desde luego no. Sino a las incréibles jugadas en los competitivos partidos de volley entre colegas, las carreras por ver quién era más rápido dando brazadas o como compartían aquel lugar con las personas que más querían --- aunque en el fondo siempre destacaba a aquellos que leían, esos sí que sentían el momento. A pesar de no conocerlos, ocuparían siempre un lugar en su corazón --. Todas esas personas que llegaban a la playa mientras caminaba, llenaban aquel lugar de vida, de pasión.
Lo que más disfrutaba de aquel recorrido costero era el tramo final. Allí había una costa fina como el hilo, aunque más allá se encontraban las dunas. Grandes montículos de arena llenos de vegetación, llenos de recuerdos dorados. Cada vez que las veía, se le venía a la mente los días en los que solía jugar al escondite con su hermano, trepar la escarpadas cuestas repletas de cuernecillos de mar, mabille y barrón. Pero lo mejor era cuando huía en el pilla-pilla y se tropezaba inesperadamente, mientras rodaba cuesta abajo. Al principio le dolía, le ardía el cuerpo de surfear en el calor sofocante de la arena, como si fuera asfalto. Después se levantaba, se partía de la risa y la volvía a subir para coger el atajo más rápido para alcanzar la silla donde se sentaban. Qué recuerdos, pensaba. Una época de inocencia, donde las miradas, las palabras y las intenciones eran sinceras y ambiciosas. En ellas se podía entrever las ganas por conquistarlo todo. Es una pena que todo eso se perdiera con los años. Al fin y al cabo, madurar es aprender a perder lo que ganaste. Por eso andaba cada mañana por aquel lugar, para regresar a ser un niño y poder así mirar todo con detenimiento, con pasión e ilusión . En eso consistía su poder, en ser capaz de captar momentos como un niño. Funcionaba como una cámara, apuntabas al objetivo con precisión y tomas la foto. Su mirada hacía igual, se fijaba en la gente, en sus quehaceres y en la naturaleza que le invadía.
Cada mañana volvía de la playa como si tuviera la memoria llena. Cargada de recuerdos, de simples y perfectos detalles de la vida. Fotogramas de la cotidianidad veraniega que pasaban por su mente todos los días al acostarse. Como si cada paseo fuera una cosecha de los pequeños momentos. Eso le hacía esbozar una sonrisa de las que ya no hay, de las que enganchan. De las que solo con verlas piensas "esa persona debe serntirse muy completa, ¿ Por qué sonríe así?". No podría vivir sin ello, sin esos peloteos de jugador profesional, sin esas partidas eternas de cartas.
Nada era mejor para él que detenerse al final del camino y saber que debía volver por el mismo sitio, aunque totalmente diferente a la vez. Puede que algunos hayan cambiado de actividad, se hayan marchado o sean sustituidos por otra familia --- más recuerdos pensaba, cuando se posaban nuevos visitantes ---. Eso admiraba de aquel lugar, la espontaneidad. Que todo sea diferente al regresar, como si andara en otro lugar. De este modo, la vuelta suponía coger su "cámara" y empezar de nuevo a sentir. Sentir el tacto de las conchas arrastradas por el oleaje del mar, sentir que todos se mueven en sintonía. Que todos comparten una misma sensación, la de estar felices en comunidad en un lugar tan especial como el Rinconcillo. Algunos vendrán con sus familiares, otros traerán a sus parejas. Se dió la vuelta, dejó atrás el río Palmones y puso rumbo a casa.
Eran las once, el tiempo volaba. Pero no le importaba, no esta vez. Siempre y cuando andara por aquella playa se encontraba más feliz, inspirado para crear sus hermosas historias que mandaba a publicar en periódicos. Esas mismas historias que se inspiraban en las vivencias de sus paseos. Motivado para volver al siguiente día con una sonrisa de oreja a oreja, caminaba de vuelta hasta su casa. En el camino hayó nuevos buques, nuevas barcas pesqueras. Más imágenes que añadir a su colección. Sin embargo, su vista se encontró con otros tantos vehículos vintage en los aparcamientos de los restaurantes -- su preferido era el Botavara, allí solía deternse unos minutos a tomarse un capuccino acompañado de su lectura diaria del periódico local -- y se fijo, especialmente, en aquella furgo hippie que vió cuando comenzaba su trayecto.
Ahí se dio cuenta de una cosa, de que todo era un ciclo. Que al siguiente día volvería al mismo lugar para recolectar nuevas miradas, nuevos pasajes para su libro de recuerdos. Que la vida realmente no se trata de engrandecer momentos únicos sino de embellecer los pequeños gestos del día a día. Así nunca se perderá la ilusión, lo que nos conecta con el mundo. Pasados los parkings prosiguió el camino y rápidamente llego al inicio, al lugar donde ponía " El Rinconcillo". Se metió por la callejuela y de inmediato se perdió en el olor a jazmín mezclado con el aroma a sal del mar de aquella urbanización. Más allá, vería la terraza de su casa. Esperándo su llegada.
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Rincón de Gonzalo
RandomUn libro de relatos y pensamientos profundos sobre la vida....