Había conseguido que de la nada surgiera la vida. Durante un momento, la situación lo hizo sentir como un dios, luego como un loco.
Diego Berlinés nació en Salamanca en 1897 y vivió toda su vida en un pequeño pueblo de la región. Trabajó como pintor, no fue el más talentoso, pero tenía una buena intuición para el arte. Salía adelante gracias a los retratos y paisajes que vendía en los pueblos cercanos. En las épocas malas ayudaba en la panadería local. Había llegado el verano y Diego contaba veintisiete años. Le gustaba abrir las ventanas para que el olor de la jara y el tomillo llenara la casa y para inspirarse en el paisaje de la sierra de Francia. Como español, ese nombre le resultaba un poco incómodo.
Comenzó el cuadro de manera espontánea. Solía considerar durante días la composición y el uso de colores antes de pintar, pero este caso fue una excepción y dejó que su mano lo guiase. Aquella alegría de las pinceladas le resultó refrescante; el descontrol de su técnica lo asustó. El caos fue tomando forma y a los pocos minutos empezaron a intuirse un paisaje y un anochecer. La inspiración exigió la presencia de figuras humanas y la mano obedeció. A mediodía el cuadro estaba terminado. Representaba un paisaje árido, que recordaba quizás al Levante, el cielo empezaba a oscurecer y asomaban un par de estrellas; a la izquierda, un hombre miraba tranquilo hacia fuera del cuadro, a la derecha, una mujer daba la espalda y sentada contemplaba las desérticas colinas del fondo. Ni la composición ni los colores merecieron el elogio de Diego, pero el cuadro tenía algo que lo satisfacía. Puede que fuese el hecho de haberlo pintado de una forma tan anárquica, muy diferente de su habitual rectitud técnica.
No fue hasta el día siguiente que comprendió que había pintado más de lo que nadie había pintado nunca. A la mañana, en su estudio, sintió la presencia de alguien pero estaba solo. La molestia continuó y finalmente Diego contempló el cuadro de cerca. No entendía por qué pero la sensación provenía de aquella pintura. Analizó la figura del hombre, en concreto sus ojos. Recordaba la mirada sosegada que las imprecisas pinceladas habían concebido, pero ahora esos ojos estaban cerrados. El tamaño del hombre hacía difícil apreciar los detalles, quizás la gravedad había ejercido su efecto sobre alguna excesiva pincelada de óleo, produciendo mínimas variaciones. Diego dudó de su memoria y buscó racionalizar la situación. Pero encontrar explicaciones se fue haciendo más difícil con el paso de los días, con la aparición de una sonrisa en la cara del hombre, con el delicado empuje del viento en su pelo, con la hierba, que originalmente era muy escasa a los pies del personaje y que comenzaba a extenderse. Los cambios eran muy graduales, imperceptibles a simple vista, y no tenían la potencia para cambiar la imagen general de la obra.
Una vez acostumbrado a este fenómeno, Diego aceptó un hecho imposible: su cuadro tenía vida. Buscó una forma de comunicarse con él. Preguntó al hombre si estaba vivo y al día siguiente este amaneció con una sonrisa en la cara. Le preguntó si no era más que óleo sin vida y el cuadro cambió para ofrecer una expresión seria y un ceño fruncido. Las preguntas se sucedieron durante días y todas ellas obtuvieron una respuesta lógica. La comunicación era lenta pero real.
Diego decidió mostrar la pintura a varios amigos y familiares; aún no confiaba plenamente en su cordura. No les habló de la magia del cuadro y ninguno percibió nada fuera de lo normal. Los únicos comentarios fueron los relativos a la calidad de la obra; la nueva técnica de Diego no fue bien aceptada. Que solo él sintiera la presencia humana del cuadro lo preocupó y pensó que lo mejor sería mantener el secreto.
Las conversaciones continuaron con lentitud burocrática. La amistad surgió de manera inevitable y para celebrarla, Diego decidió introducir una pequeña modificación en el cuadro, con el beneplácito de sus habitantes. La intuición artística le pedía un pequeño contraste de color. Pintó una imposible estrella fugaz roja. Pensó que parte de la belleza de las estrellas fugaces era su brevedad y la repintó con frecuencia, recortando su cola y extendiendo su parte delantera para imitar el movimiento. Finalmente la estrella desapareció del cielo y se completó el efecto. La sonrisa del hombre al día siguiente parecía trasmitir un agradecimiento por el detalle.
Diego aprendió que el hombre podía ver todo lo que sucedía en la habitación. Se preguntó si la mujer del cuadro, a quien no había pintado cara ya que daba la espalda y miraba el fondo, podía ver el paisaje. De ser así, ¿vería tan solo el paisaje pintado o podría imaginar un mundo nuevo que superase las fronteras del lienzo hasta los horizontes, un mundo reservado solo a ella? Diego realizó las preguntas pertinentes.
Tras meses de diálogo supo que la mujer podía crear un paisaje que se extendiese hasta los límites de su campo visual, pero no lo había hecho aún. La información necesaria para el proceso creador entraba a través de los ojos del hombre, y este tan solo había visto la habitación. Diego paseó el cuadro por todo su pueblo, le enseñó la sierra de Francia, lo llevó incluso a Salamanca y a Madrid. Con la información que le iba llegando la mujer creó un mundo nuevo, inalcanzable para Diego, y lo llenó de gente, que a su vez crearon nuevos paisajes con nuevas gentes y estas a su vez crearon nuevos paisajes, lugares inalcanzables para la mujer. Diego pensó en este proceso infinito, cómo le hubiera gustado meterse en el cuadro y ver esos horizontes aparecer sucesivamente tras las áridas colinas que él había pintado, cómo le hubiera gustado contemplar las ciudades y hablar con las gentes de ese segundo universo que avanzaba vertiginoso e imparable. Se preguntó si acaso no estaría ya allí, en forma de pintura imaginada por otra pintura.
Pasaron los meses. Una noche Diego sacó el cuadro a un viejo camino en las afueras del pueblo para que viese las estrellas. ¿Cuántos nuevos mundos se habrían creado? ¿Cuántas nuevas personas? Pronto los números se hicieron demasiado grandes y le fallaron. ¿Sería ese lugar una continua planicie salpicada de montañas o acabaría formando un planeta esférico? ¿Se formarían galaxias? ¿Hasta dónde podría extenderse ese mundo dentro de otro mundo? Diego encontró la respuesta a esta última pregunta cuando levantó la mirada y en el brillante firmamento salmantino vio pasar una imposible estrella fugaz roja.
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El improbable cuadro de Diego Berlinés
Short StoryHabía conseguido que de la nada surgiera la vida. Durante un momento, la situación lo hizo sentir como un dios, luego como un loco.