La señorita leona

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Una vez que el hombre, débil, desnudo y sin garras, hubo dominado a los demás animales por el esfuerzo de su inteligencia, llegó a temer por el destino de su especie.

Había alcanzado ya entonces las más altas cumbres del pensamiento y de la belleza. Pero por bajo de estos triunfos exclusivamente mentales, obtenidos a costa de su naturaleza original, la especie se moría de anemia. Tras esa lucha sin tregua, en que el intelecto había agotado cuanto de dialéctica, sofismas, emboscadas e insidias caben en él, no quedaba al alma humana una gota de sinceridad. Y para devolver a la raza caduca su frescura primordial, los hombres meditaron introducir en la ciudad, criar y educar entre ellos a un ser que les sirviera de viviente ejemplo: un león.

La ciudad de que hablamos estaba naturalmente rodeada de murallas. Y desde lo alto de ellas los hombres miraban con envidia a los animales de frente en fuga y sangre copiosísima, correr en libertad.

Una diputación fue, pues, al encuentro de los leones y les habló así:

-Hermanos: Nuestra misión es hoy de paz. Oigannos bien y sin temor alguno. Venimos a solicitar de ustedes una joven leona para educarla entre nosotros. Nosotros daremos en rehén un hijo nuestro, que ustedes a su vez criarán. Deseamos criar una joven leona desde sus primeros días. Nosotros la educaremos, y el ejemplo de su fortaleza aprovechará a nuestros hijos. Cuando ambos sean mayores, decidirán libremente de su destino.

Largas horas los leones meditaron con ojos oblicuos ante aquella franqueza inhabitual. Al fin accedieron; y en consecuencia se internaron en el desierto con un hombrecito de tres años que acompañaban con lento paso, mientras los hombres retornaban a la ciudad llevando con exquisito cuidado en brazos a una joven leona, tan joven que esa mañana había abierto las pupilas, y fijaba en los hombres que la cargaban, uno tras otro, la mirada clarísima y vacía de sus azules ojos.

Un día hablaremos del hombrecito. En cuanto a la leona, no hay ponderación bastante para los cuidados que se le prodigaron. La ciudad entera veía en el débil ser como un extraño y divino Mesías, del que esperaban su salvación.

Se crió y educó a la salvaje y tierna pupila con el corazón palpitante de amor. No informaban las gacetas de la salud del rey con tanta solicitud como de los progresos de la joven fiera. Ni los filósofos y retóricos se esforzaron nunca en iniciar un alma como aquélla en los divinos misterios de su arte. Ciencia, corazón, poesía, todo se esperaba de ella. Y cuando la señorita leona vistió su primer traje largo para ser presentada oficialmente a la ciudad, los periódicos interpretaron fielmente, en sus crónicas exaltadas, el corazón del pueblo.

La joven leona aprendió a hablar, a moderar sus movimientos, a sonreír. Aprendió a vestir ropas humanas, a sonrojarse, a meditar con la barbilla en la mano. Aprendió cuanto puede y debe aprender una hermosísima hija de los hombres. Pero lo que aprendió, sobre todas las cosas, fue el divino arte del canto.

No podemos nosotros darnos ahora cuenta cabal de la seducción, del chic y la gracia de una joven leona vestida como una hija de los hombres, que debuta en un salón, sonrojada de timidez.

Porque nunca, en efecto, las más íntimas finuras del corazón humano habían hallado tal órgano de expresión vocal. ¿Fluidez de un alma virgen, sorprendida por la poesía desde su primer albor? ¡Quién lo sabe! Y nadie menos que la divina criatura, pues es ocioso advertir que la educación había hecho de ella una humana adolescente, con todas las ideas, ternuras y modalidades de la mujer.

Entretanto, como en los tiempos de su primera infancia, la señorita leona solicitaba sobre sí la atención pública. Era ella la esperanza de todo un pueblo, cada anuncio de un concierto suyo despertaba en el corazón de la ciudad tumultuosas albricias.

Cuentos de Horacio QuirogaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora