La bella y la bestia

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ELLA

Señorita escritora desea sostener correspondencia literaria con colegas. X. X. 17, oficinas de este diario.

Ça y est. La escritora soy yo.

He pensado mucho tiempo antes de dar este paso. No es la inconveniencia de un carteo anónimo, como pudiera creerse, lo que hasta hoy me ha contenido. A Dios gracias, estoy por encima de estas pequeñeces. Pero son las consecuencias del carteo lo que me inquieta.

Por regla general, y para una mujer sensible, el hombre es mucho más peligroso escribiendo que hablando. Es diez veces más elocuente. Halla notas de dulzura que no sé de dónde saca. No impone con su presencia masculina. No mira: frente a una mujer agradable, la mirada del hombre más cauto es un insulto.

Esto, en general. En particular, solamente una especie de hombres es capaz de hablar como escribe; y éstos son los literatos. La parte del alma femenina que hay en cada escritor le da un tacto que ellos nunca apreciarán en su valor debido. Conocen nuestras debilidades; valoran como en sí mismos la plenitud de nuestras alegrías y el vacío absoluto de nuestras inquietudes. Llegan a nuestro espíritu sin rozarnos la carne. Entre todos los hombres, ellos exclusivamente saben hacerse perdonar el ser varones.

La grosería masculina... Sin la chispa de ideal que hace de un patán un poeta, las mujeres hubiéramos vuelto a las cavernas o nos habríamos suicidado.

Sentimiento, ternura, delicadeza de los hombres... ¡Bah! Si me atreviera a definir el amor, diría que en nosotras es una esperanza y en ellos una necesidad.

Ante esta evidencia no valdría la pena continuar viviendo, si de vez en cuando el Señor no depusiera desnudito en los brazos de una madre tan pequeña cosa que será luego un gran poeta.

¡Dios mío! ¡Mas cómo cuesta hallarlos! Conozco a todos por fotografía y a algunos de cerca. ¡Pero qué fugaz este cerca! La madre de Dora me insta siempre a que vaya a su casa los miércoles. Su sala es un verdadero salón literario, como los había en los divinos tiempos de la princesa Matilde. Allí podré hablar con ellos, deleitarme con su conversación, gozar el abandono de entregarles con el alma, la vida entera de un instante.

¿Por qué no voy? Desde que comencé este diario he sentido que más temprano o más tarde debía anotar esta circunstancia... enojosa. Deseo que no se equivoquen sobre mí: me siento muy halagada de ser muy joven, y tan bella de rostro como de figura, al decir de todos. No es, pues, la hipocresía mi principal defecto. Pero de mí se desprende, a lo que parece, una seducción particular, una atracción honda y ciega más fuerte que mi belleza misma, y profundamente... turbadora.

-Tu alma es pura como un lirio -me ha dicho una vez mi tía-. Pero tu destino es más fatal: enloquecer a los hombres.

-¡Pero qué hay en mí, tía! -he sollozado casi-. ¡Yo no tengo el tipo provocador!

-¡Todo lo contrario! Pero por no haber en ti pizca de provocación, atraes como el abismo. No son tan tontos los hombres.

¡Dios mío! ¿Qué hacer? Por todas partes, en todos los amigos que he tratado, en todos los hombres que he conocido, la misma torpeza material, .la misma grosera incomprensión del alma femenina. Creen que una sola cosa les basta para conquistar nuestra finísima sensibilidad: el ser hombres. ¡Y qué orgullosos se sienten de ello!

Cuando Dios hizo a la mujer, arrojó la llave de oro de su espíritu al misterio. El primer poeta suicida la halló dentro de su ataúd; y desde entonces los escritores, dueños exclusivos de ella, se la pasan de unos a otros.

Yo no sé cómo se llama el artista que hoy la posee; pero voy a él, confiada.

He mostrado a mi tía el aviso que envié esta mañana al diario. Se ha puesto los lentes, no tanto para leer como para mirarme por encima de ellos.

Cuentos de Horacio QuirogaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora