Apartamento de la chica, 27 de agosto de 2014, unas horas antes: Sigo siendo yo

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—Aitor... Estás ausente, ¿qué te pasa?

Miró a la escultural pelirroja que tenía delante y sonrió para ocultar cualquier emoción: debía concentrarse en el presente.

—Perdona, cielo, estaba pensando en trabajo...

—¿Trabajo? –dijo divertida la chica, rodeando su largo cuello con los brazos mientras lo atraía para darle un tierno beso–. ¿Nunca te han dicho que trabajas demasiado?

Se echó a reír y, siguiendo un impulso irrefrenable, acorraló a la chica contra la mesa del comedor y abrió de un brusco estirón su camisa, haciendo que los botones saltaran y se perdieran por la habitación.

La chica le miró excitada, su pecho se agitó e imitó sus movimientos desabrochando sus pantalones con urgencia. Se moría de ganas de hacerlo suyo, de sentir cómo se movía, cómo la hacía vibrar y orientaba su cuerpo como el de una marioneta para probar todas y cada una de las posturas posibles.

Aitor no decepcionó sus expectativas, le acarició los muslos y la fue tumbando despacio sobre la mesa, acariciando al mismo tiempo cada rincón de su cuerpo hasta saciar su necesidad.

«El sexo es lo mejor que hay» –pensó mientras intentaba recobrar aliento tras el esfuerzo.

—No ha estado mal –reconoció ella, jadeando–, me gustas...

No supo decir el porqué, pero esas dos palabras le pusieron en guardia enseguida, tragó saliva y la contempló con los ojos tan abiertos que parecían salirse de sus órbitas.

—Vaya... ¿Te has fijado en la hora que es? ¡Es tardísimo! –alegó recogiendo su ropa, que había quedado tirada por ahí.

La chica miró hacia el reloj de pared y se volvió risueña hacia el hombre que la había llevado dos veces al éxtasis esa misma tarde, ese que ahora estaba ahí, frente a ella, poniéndose los pantalones con prisa, como si pretendiera huir del escenario de un crimen.

—Solo he dicho que me gustas, no te he propuesto matrimonio, así que no hace falta que te lo tomes así. –Se echó a reír–. Sabes que no lo he dicho en serio.

—Bueno, en cualquier caso, debería irme, aquí ya no pinto nada.

La chica negó incrédula con la cabeza.

—¡Pues hala! ¡No pierdas tiempo!

Le lanzó el teléfono móvil que se encontraba a su alcance con tanta fuerza que a punto estuvo de caérsele de las manos.

—Bueno cielo, que te vaya bien. –Se despidió antes de abrir la puerta y salir corriendo en dirección al coche.

No pudo evitar sonreír al ver que con las prisas se había puesto la camisa del revés, ¡con razón no encontraba el ojal de los botones!

Condujo con prisa, como si alguien le estuviera persiguiendo, hasta llegar a su casa. Miró su reloj de muñeca y comprobó que eran las 22:45; hora de escribir a Sara.

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