Conocida mundialmente y considera uno de los grandes clásicos junto con La Odisea, La Ilíada es una epoyeya de contenido heroico catalogada dentro de lo denominado Saga Troyana. En esta versión se junta una lengua moderna con una lengua clásica para...
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La cólera canta, oh diosa, del Pelida Aquiles, maldita, que causó a los aqueos incontables dolores, precipitó al Hades muchas valientes vidas de héroes y a ellos mismos los hizo presa para los perros y para todas las aves −y así se cumplía el plan de Zeus− , desde que por primera vez se separaron tras haber reñido el Atrida, soberano de hombres, y Aquiles, de la casta de Zeus.
¿Quién de los dioses lanzó a ambos a entablar disputa? El hijo de Leto y de Zeus. Pues irritado contra el rey, una maligna peste suscitó en el ejército, y perecían las huestes porque al sacerdote Crises había deshonrado el Atrida. Pues aquél llegó a las veloces naves de los aqueos cargado de inmensos rescates para liberar a su hija, llevando en sus manos las ínfulas del flechador Apolo en lo alto del áureo cetro, y suplicaba a todos los aqueos, pero sobre todo a los dos Atridas, ordenadores de huestes:
«¡Oh Atridas y demás aqueos, de buenas grebas! Que los dioses, dueños de las olímpicas moradas, os concedan saquear la ciudad de Príamo y regresar bien a casa; pero a mi hija, por favor, liberádmela y aceptar el rescate por piedad del flechador hijo de Zeus, de Apolo».
Entonces todos los demás aqueos aprobaron unánimes respetar al sacerdote y aceptar el espléndido rescate, pero no le plugo en su ánimo al Atrida Agamenón, que lo alejó de mala manera y le dictó un riguroso mandato:
«Viejo, que no te encuentre yo junto a las cóncavas naves, bien porque ahora te demores o porque vuelvas más tarde, no sea que no te socorran el cetro ni las ínfulas del dios. No la pienso soltar; antes le va a sobrevenir la vejez en mi casa, en Argos, lejos de la patria, aplicándose al telar y compartiendo mi lecho. Mas vete, no me provoques y así podrás regresar sano y salvo.»
Así habló, y el anciano sintió miedo y acató sus palabras. Marchó en silencio a lo largo de la ribera del fragoroso mar y, yéndose luego lejos, muchas súplicas dirigió el anciano al soberano Apolo, al que dio a luz Leto, de hermosos cabellos:
«¡Óyeme, oh tú, el de argénteo arco, que proteges Crisa y la muy divina Cila, y sobre Ténedos imperas con tu fuerza, oh Esminteo!. Si alguna vez he techado tu amable templo o si alguna vez he quemado en tu honor pingües muslos de toros y de cabras, cúmpleme ahora este deseo: que paguen los dánaos mis lágrimas con tus dardos.»
Así habló en su plegaria, y Febo Apolo le escuchó y descendió de las cumbres del Olimpo, airado en su corazón, con el arco en los hombres y la aljaba, tapada a ambos lados. Resonaron las flechas sobre los hombros del dios irritado, al ponerse en movimiento, e iba semejante a la noche.
Luego se sentó lejos de las naves y arrojó con tino una saeta; y un terrible chasquido salió del argénteo arco. Primero apuntaba contra las acémilas y los ágiles perros; mas luego disparaba contra ellos su dardo con asta de pino y acertaba; y sin pausa ardían densas las piras de cadáveres.
Nueve días sobrevolaron el ejército los venablos del dios, y al décimo Aquiles convocó a la hueste a una asamblea: se lo infundió en sus mientes Hera, la diosa de blancos brazos, pues estaba inquieta por los dánaos, porque los veía muriendo. Cuando se reunieron y estuvieron congregados, levantóse y dijo entre ellos Aquiles, el de los pies ligeros: