El señor de Skorkoth

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A veces veía un sendero dibujado entre las hendiduras de las montañas, otras veces desaparecía, provocando que la joven diera rodeos. Trepó por las escarpadas cumbres de Skorkoth. No tenía miedo de ver a las nubes de frente pues desde pequeña subía a la copa de los árboles para cortar fruta, escalaba cerros para descansar en las alturas. Sin embargo la extensa cordillera resultó un reto mucho mayor, mortal.

La primera noche su mente comenzó a divagar, buscando consuelo en el cielo azul. Las nubes pasaban veloces, ignorantes al laberinto de piedra. Eva se hizo compañía de personajes invisibles, inventaba canciones que coordinaran sus propios pasos. En el crepúsculo imaginó cómo sería la voz del frío y al medio día del calor.

Su vestido estaba roído por culpa de las ramas secas que pisaba. Parecían celosas de la vida que desprendía con el canto.

Al tercer día su rostro manchado de tierra denunciaba las dos noches que había dormido a la intemperie.

Hubiera cargado más comida.

Al cuarto días se terminó la carne de cordero que había empacado, al igual que las semillas de calabaza. Sin embargo las montañas no fueron tan crueles; en algunos lugares crecían árboles de limas que saciaron su sed y hambre. Las más grandes y jugosas colgaban en lugares imposibles de escalar. Solo las cabras de montaña que ahí abundaban, llegaban con agilidad hasta la cima. Mientras tanto Eva se conformaba con las amargas y pequeñas.

–Gracias, dios de las frutas. Aunque no puedo decir lo mismo al dios de las cabras –decía en voz alta, al mismo tiempo que inventaba deidades nuevas; ya que en la religión del Sol solo existían cuatro dioses.

Cuando el cansancio era demasiado en su espalda, la asaltaba el terrible pensamiento del rumbo desconocido y el regreso incierto, pero en ese momento trataba de concentrarse en el tesoro perdido; era la única manera de pagar un sanador para Zayya, salir de la miseria y abandonar a la horrible Berta.

–Encontraré una mejor vida para nosotras, hermana. Tengo de testigos al dios cabra, montaña y limonero –se repetía a cada paso–. Tal vez llegue a convertirme en juglar.

Una tontería quizá, una empresa perdida; ni siquiera tenía idea de dónde estaba ese castillo, pero las leyendas mencionaban un valle en el cráter de un volcán dormido. Un sitio donde las aves ni siquiera se atrevían a volar. Jamás subestimaba el poder de la historia.

Una noche, cuando su chal de lana no fue suficiente para cubrirla del frío, escuchó el lejano ruido del agua. Pensó que había pasado una eternidad desde que no oía algo así; incluso creyó imaginarlo. Pero el sonido permaneció en medio de la noche, hasta convencerla de que en algún sitio un riachuelo cruzaba la oscuridad. La joven tenía los labios partidos, su piel ansiaba un poco de agua. Aprovechó que la luna abrazaba las montañas para buscar el río.

Sentía que andaba descalza sobre las filosas piedras, sus rodillas raspadas con nuevas y viejas heridas, ardían sin piedad. Agua y comida solida era lo que rogaba al cielo.

El sueño fue un terrible guía que terminó por hacerla resbalar por una pendiente. Ella pensó que caería hasta el fondo de la montaña, creyó que ahí terminaba su viaje hasta que una cama de césped la recibió con suavidad. El olor a flores la hizo creer por un momento que estaba de vuelta en la granja, y el fuerte sonido de un río la despertó por completo.

Corrió atraída por el ruido del agua. Al encontrar el río que destellaba bajo la luna, se dejó caer en la orilla para beber. Desesperada hundió la cabeza y el frescor terminó por darle nueva vida.

Al mirar al frente sintió un vuelco en el estómago. La luna parecía señalarle una construcción de altas paredes, con torres derribadas y ventanas más oscuras que la noche. La vegetación trepaba irreverente por la fachada.

La mujer del dragónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora