Lanza de cobre

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Después de aquella noche, Eva caminaba por los pasillos como un fantasma mientras pensaba en su hermana. A veces sentía enojo y culpa al mismo tiempo. Sin embargo Iskran no le daba mucho espacio para la tristeza; la tenía más ocupada que de costumbre. Exigía que puliera sus piezas de oro predilectas, que las acomodara en un pedestal, después en otro. Le pedía canciones, por lo regular siempre la misma: la de aquel hombre nacido en pobreza que uniría naciones.

Ahora conozco tantas historias. ¿Por qué me pide la misma?, se preguntaba Eva.

Iskran nunca volvió a indagar sobre el pasado de la joven, lo cual fue un alivio para ella. Eva prefería guardar sus recuerdos que a veces compartía al retrato de la joven que estaba en su habitación. Hasta el momento su única compañera y confidente.

Tal vez ya no importe... Quizá nunca salga de aquí, pensaba la joven.

Una mañana Eva fue despertada por un ruido que provenía del salón principal. Se puso una bata de algodón y bajó rápidamente por las escaleras.

¡Bom! El suelo se estremeció y de la pared salieron granos de arena.

Eva disminuyó el paso.

¡Bom! ¡Bom! En esta ocasión la joven tuvo que sostenerse de un barandal. Parecía que ese ruido iba a derribar el castillo.

Al llegar a la sala principal vio al dragón que con sus patas trataba de rascarse un costado, pero aquello que lo aquejaba no cedía. Se azotaba contra las paredes, intentando aliviar su malestar. Estiraba el cuello muy alto en señal de desesperación.

Desde el marco de la puerta Eva admiró que las afiladas escamas resistían al golpe de las garras. Todo el cuerpo era una coraza de fuertes espinas.

¡Bom!

Iskran volvió a azotarse contra la pared, pero esta vez se derrumbó agotado.

Después de aquel impacto la joven se encogió tras un mueble.

El dragón volteó a verla, pero no le hizo el menor caso. Enseguida enroscó su cuerpo, frunció el morro y volvió a estirarse; frunció el morro, enroscó el cuerpo y de nuevo a estirarse.

Era la oportunidad perfecta para escapar, y Eva se apresuró a la salida. Esta vez ni siquiera el agudo olfato de la bestia sería un problema, pero Iskran lanzó un rugido agudo que perforó el pecho de la joven. Era un quejido largo y triste. Ella se detuvo, aferrándose al marco de la puerta, odiándose por no ser capaz de dar otro paso. Miró sobre su hombro y contempló el sufrimiento.

– ¿Qué te pasa? –no pudo evitar preguntar.

Iskran lanzó un resoplido que dejó escapar una llama de su nariz.

– ¿Te duele algo, dragón?

– ¿Por qué no te largas y me dejas en paz? –masculló la criatura sin abrir los ojos.

Como si esas palabras hubieran invocado de nuevo su malestar, Iskran rugió y se rascó el costado.

Eva iba a dar media vuelta, pero el dolor del dragón era imposible de ignorar; sacudía el valle y también la conciencia de la joven.

– ¿Es ahí donde te duele? –preguntó con voz más firme.

– ¡Sí! ¡Déjame en paz! ¡Eres más molesta que esta picazón!

Sin hacer caso al mal humor del dragón, Eva se acercó para examinarlo.

– ¿Qué estás haciendo, granjera? ¡Aléjate!

–No te muevas. Quiero ver qué es lo que tienes.

Ella se acercó más, titubeante a las reacciones de la criatura. Iskran estuvo a punto de alejarla con un golpe de la pata, pero cuando las manos de la joven entraron en la abertura de sus escamas, sintió que el cuerpo le hormigueaba.

Eva hurgó hasta que vio algo brillante atorado bajo una escama.

– ¡Agh! –reclamó el dragón, dando un manotazo contra el suelo.

– ¡No te muevas! ¡Ya lo tengo! –advirtió ella, tirando con fuerza de aquel objeto.

Iskran sintió alivió cuando ella logró sacarlo. Se dejó caer, cansado por el tiempo que había luchado contra el martirio.

Eva casi cae de espalda, pero logró mantener el equilibrio. En las manos sostenía la punta de una lanza. El mango estaba roto, algunas astillas se habían clavado en su mano. Admiró con la boca abierta el filo que tenía el tamaño de su cabeza. Sin embargo su vista se desvió al ver que un chorro de sangre resbalaba entre las escamas del dragón. Justo el lugar donde había estado la lanza.

–Estás herido...

Iskran sacudió la poderosa cabeza.

–No es nada –dijo con seguridad.

Eva se quedó mirando la herida mientras sus ojos destellaban por la impresión; no creía que existiera algo que dañara a un dragón, pero ahí estaba esa enorme lanza. En el suelo se formó un gran charco de sangre que aceleró el corazón de la joven.

Toda esa sangre podría ser de una sola persona, pensó con horror. Sin embargo Iskran estaba tranquilo, sin resentir ningún dolor.

Él contempló a la mujer. La vio tan frágil, sosteniendo esa arma poderosa.

–Deja de mirar como si nunca hubieras visto sangre. Sanará pronto –señaló.

Ella se volvió. En ningún momento parpadeó.

– ¿Qué es esto? –quiso saber.

– ¿Qué más puede ser? ¡Una lanza de cobre! –El puro recuerdo trajo de regreso la furia del dragón–. Le pertenecía al antiguo habitante del castillo. El conde de Skorkoth, la escoria de Skorkoth, la maldita escoria de Skorkoth.

Eva volvió a mirar la punta de la lanza. Descubrió que en ella estaba grabada la forma de una serpiente de fuego.

–Es un arma para matar dragones –dedujo ella.

Iskran la miró fijamente.

–Dame eso, granjera –se apresuró a decir.

Eva titubeó antes de entregarle el filo. Pero el dragón extendió la enorme mano y la joven sucumbió ante el poder de la bestia.

–Como verás ni siquiera eso logró acabar conmigo –continuó él mientras contemplaba el cobre entre sus garras–. El conde creyó que estaría a salvo en estas montañas. Mandó forjar cientos de lanzas así, pero solo una logró darme. Fue una lucha que terminé en una mañana.

–Te dolía.

Iskran hizo una mueca de disgusto.

–Olvídalo. Gracias a que...

El dragón no logró continuar, nunca daba las gracias por nada; era como si algo en su interior encerrara toda la bondad que quisiera escapar. Contempló desde su gran altura a la frágil mujer, intentando transmitirle su fuerza, su poder; ella no era nada. Sin embargo, el gesto que había tenido Eva al quitarle la punta de lanza, invocó algo en su interior, preguntas que navegaron en su oscura cabeza.

La muchacha permaneció de pie, como una estatua con mirada perpetua, que seguía a cualquier parte. Su cabello oscuro indomable y sus ojos miel como el desierto más extenso, iniciaron un duelo dentro del alma de Iskran. El tiempo y el silencio pasaron entre pensamientos que ambos deseaban conocer. 

La mujer del dragónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora