Pasos en la noche

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Eva pensó que tal vez Gergealn era un mentiroso, que subió para robar el tesoro de Iskran, tal vez la guerra contra oriente no existía. Ahora le importaba poco. Decidió no dirigirle la palabra a menos que fuera necesario. Ella todavía deseaba saber más sobre el lenguaje que no se habla y el poder de la palabra. Acudía a las lecciones, siempre con un pinchazo en el estómago.

El único encuentro demasiado cercano era para que Gergealn le revisara el brazo.

El anam buscaba su mirada, pero Eva lo evitaba.

–No deseo que sigas enfadada. Entiendo tu dolor, entiendo que guardes esperanza, pero escucha: allá abajo no queda nada del mundo conocido. Todo es ceniza, todo es muerte. Muchos tuvimos que huir. No soy el único errante que vaga en estas montañas–. Lejos de provocarle miedo, cada palabra avivaba el enojo de la joven.

–Hoy dirás eso; mañana otra cosa.

–Eva...

– ¿Terminaste?

Gergealn tragó saliva. Después de un momento de silencio respondió:

–Está listo. No necesitarás más medicina.

–Bien –respondió ella antes de darle la espalda.

Eva pasó un par de días elaborando un plan.

Gracias al primer encuentro con el anam, identificaba el túnel que la sacaría del valle, pero el mayor problema era el agudo olfato del dragón. ¿Cómo burlar aquel poder? Una idea llegó a su cabeza cuando percibió el aroma que despedía el cabello de Gergealn. Tenue y fresco, entre eucalipto y salvia. Totalmente distinto a cuando era vagabundo.

Creo que al final terminarás ayudándome de una manera u otra, pensaba.

En un rincón del castillo Eva había tirado la ropa con la que llegó el anam y, pronto, la guardó. Estaba hecha con la piel de algún animal, desgastada. Cada mechón de pelo pegado con mugre y el cuero yacía rígido por el tiempo. Apestaba a viejo, sangre y lodo. La joven deseó que fuera suficiente para engañar al dragón.

Esperó la llegada de la noche para escabullirse en el valle. A cada momento rezaba a los dioses ¡que la ayudaran con su huida! Tan solo dependía de la fortuna que pudieran darle.

Mientras tanto Iskran dormía en las entrañas del castillo, pero ¿podría perforar el olor que desprendía la inmunda ropa?

Lo más difícil para Eva fue ponerse el abrigo. El cuero pareció pegársele a la piel. Sintió ganas de vomitar cuando su propio aroma se perdió bajo el abrigo. Sin embargo el tiempo no apremiaba.

El estómago le revoloteaba al ritmo del miedo cada vez que daba un paso. Cargó algunas frutas, carne cocida y un cuerno lleno de agua. Cualquier ruido la ponía en alerta, aunque después no ocurría nada.

Colgó un el hombro un fardo y metió los tesoros que encontró: alhajeros, aretes de esmeralda, el cepillo de oro, todo lo que pudo.

–No voy a irme con las manos vacías.

Ya conocía bien ese lugar y logró correr a oscuras entre los pasillos, sobre el césped y las rocas. Escudriñó entre la maleza que rascaba la fachada, hasta que al fin su mano se hundió en un agujero. Cuando sintió la cueva que estaba junto al castillo, tomó aire y dio una última mirada a la colosal construcción. Su cárcel. Pensó que en ningún momento iba a extrañarla. Estaba ansiosa por emprender el viaje, por volver con su hermana. Nunca había llegado tan lejos. Se arrastró en el camino que bajaba la montaña mientras el latido de su corazón galopaba en la oscuridad. Más abajo, cuando la noche se volvió negro ante sus ojos, encendió una antorcha que la guío en silencio.

***

Mientras tanto, desde la cámara profunda del castillo, Iskran percibió un olor viejo que se movía afuera; a la vez creyó reconocer al anam, a la vez distinguía pestilencia de cabra. Levantó la cabeza y esperó. Últimamente, a la hora de cazar, había descubierto olores nuevos en las montañas, de gente que caminaba errante por entre las veredas, pero él se sentía seguro en su valle.

Poco, a poco, el hedor viejo se alejó por entre la montaña. No creyó necesario ir en persecución de aquel desgraciado; seguro la noche y las cúspides se encargarían de él. Volvió a bajar el cuello para enroscarse sobre la montaña de oro. Dentro del castillo el aroma de Eva flotaba como dulce niebla, pues llevaba tantos días en el palacio que incluso las paredes ya habían memorizado su nombre. Eso fue suficiente para que el señor de Skorkoth volviera a dormir tranquilo.  

La mujer del dragónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora