¿Dónde está?

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Gergealn despertó con un estruendo que provino del exterior.

El sol aún no había salido y la tierra parecía retumbar entre espasmos furiosos. Corrió para ver lo que estaba pasando, creyó que quizá Iskran había explotado contra Eva, aunque casi al mismo tiempo desechó la idea. Tal vez alguien irrumpió en el castillo y despertó la ira del dragón.

Cuando el anam se asomó al salón principal, encontró a Iskran trepado en las paredes, parecía buscar algo en el piso de arriba. Su cola se agitaba peligrosamente, lanzaba gruñidos y se movía de aquí allá como un felino furioso.

– ¡Asqueroso anam! Ya te olí. ¿Por qué sigues aquí? Pensé que te habías marchado en la noche. ¿Dónde está ella? ¡Dime a dónde fue!

Gergealn se aproximó con los músculos tensos y la mirada desorbitada. No sabía a qué se refería el dragón.

– ¿Dónde está? –insistió la bestia con un rugido que arrodilló al anam.

–No... no sé...

–No te hagas el tonto. Seguro le metiste en la cabeza que debía irse.

–Mi señor, todo lo contrario...

–Anoche olí algo parecido a ti. Seguro se escapó con tu sucia ropa. ¡Escoria apestosa, ahora no hay nadie que te salve de mi ira! 

–Espera, espera, poderoso Iskran –imploró el anam con los brazos extendidos y la cabeza abajo–. Estoy seguro de que fue a buscar a su hermana, debe ir camino a las granjas del valle. No me hagas daño. Si me conviertes en cenizas no tendrás mi aroma para encontrarla.

Iskran bajó la poderosa mirada.

–Mi memoria será más que suficiente –masculló.

Gergealn era una simple hoja a merced del fuego encarnado

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Gergealn era una simple hoja a merced del fuego encarnado.

–No me convierta en nada, poderoso Iskran. Le diré la verdad sobre mi identidad: soy consejero del rey Aele Berdebelo. Seguro sabe quién es... Gobierna la nación del bosque. Él... él me necesita para ganar la guerra...

– ¡Conozco a ese anam engreído! Lo que no me explico es qué haría su valioso consejero tan al norte. ¿Por qué no estás a su lado? No eres más que un sucio mentiroso, cobarde. ¡Pierdo el tiempo contigo!

–Tiene razón, tiene razón, pero aún me necesita. ¿Sabe, gran Iskran? Mi gente es poderosa. Nunca... ¿nunca ha pensado en convertirse en humano? Conozco a una de las siete wirdas. Vive en el bosque de Faros y ella me debe un favor.

El dragón irguió el largo cuello. Ya no parecía decidido a atacar.

– ¿Qué te hace pensar que me quiero convertir en humano? ¡Admírame! ¡Soy la criatura más poderosa! –exclamó, extendiendo sus alas.

–En verdad lo es, grandioso Iskran... Pe... pero usted y yo sabemos a lo que me refiero.

El dragón ladeó la cabeza, y Gergealn, convencido de tener el interés de la bestia, continuó:

–Sí, sí, gran dragón. Verá, una vez descubrí que una wirda sedujo a mi príncipe Listrán, solo para robarle algo. No me pregunte qué fue, pues me resulta asqueroso recordarlo. Como le digo, formo parte de la corte del rey Aele, y en esa ocasión permití que la bruja escapara a cambio de un favor que aún no he cobrado.

Iskran, después de un silencio, lanzó sonora carcajada.

– ¿Piensas que creeré eso?

–Es mejor correr el riesgo. Puedo ayudarlo a estar con la mujer que desea.

–No te necesito...

–Entonces quémeme y destruya la única posibilidad de poder tocarla.

La bestia movió la cola.

–Mi opinión sobre tu sucia moral solo empeora cada vez que abres la boca. En fin, no perderé más el tiempo contigo. Voy a destruir el camino por el que llegaste para evitar que escapes. Esta conversación aún no termina.

–Créame, señor. No tengo intenciones de volver a las montañas y mucho menos de regresar a mi reino.

–Más te vale. –El dragón se volvió para amenazarlo una última vez–. Si tocas algo juro que te masticaré hasta que no quede nada ti.

La mujer del dragónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora