Decimocuarto compás

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Decimocuarto compás: A mi lado

Toqué el interfono del edificio como no hacía en mucho tiempo. Al otro lado nadie dijo nada y respondí "soy yo".

Subí las escaleras a oscuras aferrando los dedos con fuerza en la barandilla, dándome el impulso que mis piernas necesitaban. Sentía el peso del asa de la mochila en el hombro, amenazaba con tirarme abajo. La luz de emergencia era apenas un foco blanquecino que parecía un faro lejano. Cada escalón me acercaba a los reproches, las palabras hirientes, los gritos y la violencia de mis padres y de la mía. Mi defensa se estaba desmoronando antes de llegar a la puerta. Entendedme. Poneos en mi lugar. Las cosas no son como antes. Necesito libertad. Es vuestra culpa. No quería esto. No elegí esta puta responsabilidad. Me habéis arruinado la vida. Dais pena. Dais asco. No os quiero volver a ver en la vida. Por mi como si os matáis.

La puerta estaba entornada, la empujé suavemente para que la campanilla apenas tintineara y cerré despacio, conteniendo el aire. Cuando entré al salón me encontré a mi madre sentada frente a la mesa. Con un gesto me ordenó que tomara asiento, con la mirada perdida, el rostro ausente. No era la primera vez que la veía así, a veces se quedaba parada en mitad del pasillo, como si hubiera visto algo. La mente viajando a otro mundo, los ojos un cristal opaco.

Me descolgué la mochila y me quité la chaqueta, lanzándolas al sofá. En un día normal me habría dicho que no dejara las cosas por el medio.

La puerta del pasillo estaba cerrada, pude escuchar los lamentos y quejidos de Koala. En cuanto me acerqué más a la mesa, vi que tenía una libreta abierta.

—Tú padre no está, pero tengo que hablar contigo antes.

Arrastré la silla y me senté. En el centro de la mesa estaba el jarrón de flores, me llegaba su aroma dulzón junto con el de los productos de limpieza. Me la imaginé a las cuatro de la mañana abrillantando la madera, doblando el trapo una y otra vez. Noté algo diferente en ella, quizá fuera el maquillaje, que solo se ponía para salir de casa. La dotaba de unos rasgos más endurecidos; los ojos parecían más grandes, menos afectados, menos afables. Con los labios pintados se acentuaba su boca ligeramente fruncida. También se había recogido el pelo en un moño tirante. Estaba guapa. Las manos descansaban unidas, parecían las de alguien más mayor, con la piel un poco escamada en los nudillos. La alianza de matrimonio destellaba en su dedo. Mi madre se había preparado para enfrentarse a mí y eso solo me dio más seguridad.

Debió notar la ligera curva de mi sonrisa, porque por fin habló:

—Las cosas van a cambiar a partir de hoy. Se acabaron estas idas y venidas, los berrinches propios de una niña manipuladora que solo quiere hacer sufrir a los demás. Nunca pensé que te hubieras desviado tanto, sinceramente. ¿Qué es esto? —Levantó un poco la libreta, hasta entonces pensaba que solo estaba hablando de mi desaparición. Sentí que se me vaciaba de golpe todo el aire de los pulmones, el naranja chillón de la cubierta me era demasiado conocido. Casi podía sentir las muescas de la tapa en la yema de los dedos.

Tengo que hacer una confesión —comenzó a leer—. En realidad, si releo las cartas me doy cuenta de que son todo confesiones.

La miré con la boca abierta, incapaz de articular palabra. Ella continuó:

Tengo la tentación de romperlas todas. Las conservo como una forma de absolución, aceptar que he hecho cosas que me disgustan, que aprendo de ellas, que ya no me avergüenzan, que he mejorado y ya no soy...

Era extraño escuchar su voz pregonando mis sentimientos, mis dudas, mis miedos. Casi la sentía diseccionándome con un bisturí. Su forma de leerlas, su entonación, la falta de duda, me hizo saber que las había leído más de una vez, que prácticamente se las había memorizado. En su boca sonaba ridícula, débil.

Al otro lado del silencioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora