Sabía que pasaría. Era lógico, tarde o temprano debía pasar, pero no fue hasta que se abalanzó la ola sobre mí; ahí comprendí su magnitud. Era una noche de verano, le encontré esperándome en el coche para recogerme, mi futuro esposo, qué bien que se sentía decirlo al fin, con sus pantalones vaqueros y su camiseta a rayas. Fueron nueve años de noviazgo, hacía poco que yo había cumplido los veinticinco, pero aún conservaba los recuerdos y la frescura de nuestra relación como si tuviera dieciséis, y él dieciocho.
Nada había cambiado desde entonces, sólo nos separábamos para ir al trabajo y poco más, el resto del tiempo la pasábamos en la cama: él durmiendo y yo intentando leer, aburriéndome como yo sola, pero amaba tanto su compañía y la lectura... De vez en cuando él se despertaba un poco y me besaba la mejilla, y con su voz ronca de dormido, esa que tanto me encantaba, me decía: "¿Qué haces leyendo? Ven, duerme conmigo". Pero yo prefería leer a estar dormida. Y así era siempre, no salíamos mucho, él trabajaba demasiado de día, y yo de noche. Siempre he sido una persona nocturna, y él tenía problemas de sueño, pero conmigo se dormía enseguida, con expresión tranquila, me decía que tenía ese efecto en él, que se sentía seguro y que mi voz le dormía.
Aquel día que vino a recogerme al trabajo yo noté su cuerpo nervioso, pues frío no hacía, y le costaba mirarme a los ojos. Jamás tuvimos discusión alguna, la comunicación y la comprensión eran claves en nuestra relación, y sólo teníamos palabras bonitas para el otro, entonces fue fácil descubrirlo, aunque de todas formas, ya lo sabía. Me dijo, al borde del llanto, que me amaba, que no había ninguna mujer como yo, que era y siempre fui la más hermosa, pero que se estaba enamorando de otra mujer, y ya no podía ocultarlo más. Empezó a llorar, él siempre fue así conmigo, un chico tierno y sensible, y yo deseaba que lo fuera con más gente, pero él decía que no, que conmigo era suficiente. Yo le comprendía como nadie, y lo que estaba a punto de hacer me dolía en el alma. Le puse la mano en el hombro y él levantó la vista hasta llegar a la mía, noté que a él le dolía esto incluso más que a mí, porque se sentía culpable y contrariado, preso de su propio juicio, así que lo solté: "¿tú me amas, Miguel?". Sacudió frenéticamente la cabeza, sus ojos implorándome compasión, proseguí: "Entonces seamos libres".
Yo sé que en ese momento él no lo comprendía, pero su cuerpo entero se relajó y me abrazó fuertemente. "No hay nadie como tú, Sofi", me dijo, "eres única en este mundo, y siento que no te merezco".
Nada más lejos de la realidad, lo cierto es que siempre fui cobarde: nunca me atreví a decirle que ya no sentía lo mismo, que ya no me sentía suya, que yo soy mía y que soy libre. Que no quiero pasar el resto de mis días en la cama, pero amaba tanto su compañía, sus besos, su alegría... Me subió al coche y me llevó a casa, apretando mi mano como solía hacer desde que se sacó el coche. "Ya no es a mí a quien buscan esas manos", pensé, y se me clavó un puñal en el pecho. Aún así, sentí que era lo mejor, que la tristeza sería temporal y que nos aguardaban caminos distintos. Me bajé del coche y me dirigí al portal, lo sentí seguirme y me giré. "Un último beso", me pidió. Yo me negué, era mejor así.
ESTÁS LEYENDO
Cuentos en el Bosque
Short Story"Un cuento corto es algo por completo distinto: podría compararse con un beso dado apresuradamente en la oscuridad a una desconocida." - Stephen King.