white winter hymnal – birdy
—Han sido unos meses helados, pero el temporal nunca había sido tan terrible para los habitantes de Starkville. Se avecinan las tormentas de nieve más terribles de la década y temperaturas récord, así que recomendamos que no abandonen sus casas durante este fin de semana.
Hazel siguió masticando los cereales insípidos que compraba su madre en el supermercado que se encontraba al lado de su empresa —sin azúcares añadidos, la leche desnatada y el azúcar moreno escondido en alguno de los armarios más altos de la cocina— mientras escuchaba el sonido de las ventadas del exterior entremezclándose con las voces de los señores de la radio.
Su padre la había puesto para escuchar música clásica, como hacían cuando estaban en su coche. Claire Green había pasado por la cocina también, el corazón de Hazel encogiéndose en su pecho mientras la mujer exprimía un par de naranjas.
Había sido así desde su última discusión. Un silencio que podía tocarse, el estómago encogido y las respiraciones pesadas. Su madre había decidido fingir que no existía en absoluto, que no era más que un decorado más de la casa. Un mueble, quizás.
Solía prestarle más atención a la encimera, de todas formas.
La castaña se sentía algo fuera de la realidad, los cereales ahogándose en el bol de leche y convirtiéndose en una masa asquerosa y blanduzca. Mientras el fantasma que había sido su madre abandonaba la cocina, se quedó observando los copos de nieve, salvajes como motas de polvo danzando con el viento.
Pensó en Astrid. Pensó en Theo, en aquella mota de rizos pelirrojos siempre escondida bajo una capucha de color negro, en el cubo Rubik que no había dejado de toquetear en busca de respuestas. Pensó en el Frío, en cómo todas las respuestas se habían convertido en una sola persona, la princesa de hielo pasando a un segundo plano cuando encontró aquella mochila en la biblioteca abandonada.
Su hermano apareció entonces, el cabello castaño alborotado y los ojos cansados de recién levantado. Se puso de cuclillas para abrir el armario donde guardaban los productos de limpieza, una caja de rosquillas asomando entre las botellas de lejía y limpiacristales.
—No se lo digas a mamá.
El niño abrió la caja, cogiendo una de las rosquillas y metiéndosela en la boca con la mirada clavada en la puerta de la cocina. La guardó de nuevo, esta vez en el armario donde guardaban la vajilla que solo sacaban cuando venían invitados.
«Este sitio parece más idóneo para guardar comida», pensó Hazel. «Menos venenoso, quizás».
—Papá hará pastel de lo que sea o galletas en cuanto mamá se vaya a trabajar —dijo, echando por la pica la leche y los cereales deshechos que no había logrado acabarse—. Lo sabes, ¿no?
Lucas se encogió de hombros, sentándose sobre la encimera. Todo él era otoño, las pequitas sobre la nariz, el cabello del color de las hojas de los árboles en esa época del año. Le dedicó una de sus sonrisas traviesas, las puntas de los dedos y las comisuras de los labios llenos de azúcar glass.
Su hermano empezaría sexto en menos de cuatro meses. Estaba creciendo frente a sus ojos y Hazel casi podía ver al adolescente en el que iba a convertirse.
Sería bastante alto. Y guapo. Divertido. Travieso, eso seguro. Pondría de los truenos a todos los profesores que se cruzaran por su camino.
Tan solo esperó que fuera bueno.
Que tratara bien a las chicas.
Que fuera un Jordan, un Carlos. Incluso un Joseph.
Que nunca se convirtiera en alguien como Brent Scott.
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Todos los días de invierno
Ficção AdolescenteLa vida de Hazel Green siempre se ha guiado por la misma constante: tiene que ser la mejor en todo. Hasta su último año de secundaria, ha estado cumpliendo con el manto de expectativas que su madre ha puesto sobre ella. «Ve a clase. Sé la mejor de t...