Al principio dudaste. Pero la barriga ignora lo que es la desconfianza, de manera que entornaste la mirada, masticaste un "gracias", sonreíste de costado y tendiste la mano. Tu mano pequeña, tu mano sucia, tu mano vacía de niñez apretó con descaro el sándwich. Diste la vuelta y caminaste sin prisa por el andén. Junto a vos, tu amigo saltaba moviendo la cola. Cada pirueta hacía peligrar la integridad del botín recientemente conquistado. Amagaste con una patada y el pobre animal tan acostumbrado a eso, mostró una lengua rosada y babosa pero no se asustó. Te acordaste el pacto. Entonces, te comiste la mitad del sándwich y mientras le tirabas la otra mitad al Chicho, te sentiste leal. Es que el perro y vos desde hacía un tiempo eran como una familia. No querés pensar en eso, no te gusta admitir que al fin y al cabo cambiaste una madre por un animal cualquiera. Pero es que el Chicho no es un animal cualquiera, acaso no te había comprendido mejor que una persona aquella noche. Hacía frío, te acordás. Pero un frío raro, era la sangre que se había congelado, sentías que te estabas helando de adentro hacia afuera. Una mamá muerta no era cosa de todos los días. Tu padrastro te había golpeado hasta agotarte y eso sí era cosa de todos los días. Sin la vieja iba a ser muy difícil soportarlo. Por eso corriste. Corriste hasta que la sangre se te apelotonó en la cabeza y el piso se hundió y el cielo y la tierra fueron un inmenso agujero tragándote y después no supiste nada más. Pensaste que estabas muriendo, lo deseaste verdaderamente. Te acordás. Después, cuando despertaste, una lengua pesada, rasposa, tibia, te lamía la cara. Y entonces fue el miedo partiéndote el pecho en dos. Un miedo distinto, si golpes, sin gritos, sin amenazas, un miedo que dolía adentro. Pero no lloraste. Las lágrimas habían dejado de servirte. Por eso no las usaste cuando la policía te encerró dos días enteros ni las necesitaste cuando la barra del Pulga casi te parte los huesos de las manos por dos sándwiches roñosos ni las miles de veces que el hambre te amenazó. No lloraste nunca más. Para qué. Y ahora que ya pasaste una pila de años con los ojos secos venís a sentir que se te empaña la mirada. Qué es eso de sentir ternura por el Chicho. Acaso el perro y vos no son la misma cosa, acaso no aprendieron juntos a burlarse de la soledad, a reírse del frío, a cargar con las penas. Él también conoce ese miedo sordo, el que viene de adentro, el que no pide permiso, el que te aplasta. Lo miraste con dolor. El dolor es como la ausencia pensaste, satura, desgasta, mata. Pobre animal que solo se iba a sentir. Le acariciaste el lomo y por primera vez te miró con los ojos mojados. Por qué será tan difícil empezar como terminar, pensaste. Enseguida tejiste con las manos un gesto descontrolado, mordiste las palabras que te hubiera gustado gritar, cerraste los ojos, aprestaste los puños.
El rápido a Retiro pasó cortando el aire. Y un perro lloraba en el andén.