Encadenados

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Sentado en el borde de su lecho de piedra, Snape dejaba correr entre sus manos, parsimoniosamente, una negra cadena encantada.

El grillete le rodeaba el tobillo, y la cadena se empotraba en el muro con un ancho eslabón.

El largo del hierro apenas daba a Snape espacio para caminar, en su celda del área de detención del Tribunal.

Indiferente, grave, él pasaba la cadena por sus palmas... El sonido de los eslabones al enroscarse en el suelo, se repetía, monótono.

Al otro lado de la reja, apoyada la espalda en la pared, Hermione entristecida volteaba hacia el sonido metálico, con una mano en sus clavículas.

Algo en el ruido de la cadena era solitario y tal vez obsesivo. Un reflejo del carácter del prisionero. De su aspereza, del laberinto de sus pensamientos.

Laberinto que para Hermione no era intrincado. Ella, que analizaba en detalle, más que las emociones, un hecho era la prueba.

Snape había ido a salvarla, sin buscar que ella lo supiera, pues ya estaba decidido a morir cuando aquella noche en el lago.

Hermione apoyó la cabeza en el muro áspero. Hablar, deseó. Hablar para entender, qué siente él, qué siento yo...

Pero es Severus Snape. El nombre era un muro. Así, suspirando de pesar, dio unos pasos hasta dejarse ver entre los barrotes de la celda. Iba a ser imposible intentar hablar con Snape sobre la noche de Shell Cottage.

Sonó la voz grave del ex mortífago. Él no la vio llegar. Eso hizo ver a la castaña que Snape conocía el sonido de los pasos de ella.

—Yo no deseaba vivir, Granger –admitió Snape, en el eco apagado de su celda.

—Sí –respondió ella, reservada, en breve reverberación, llegando hasta la cancela–. Sé que es así, profesor.

Él detuvo el correr de la cadena al oprimirla con una palma, observando a la castaña desde el marco de sus cabellos negros.

—¿Por qué me salvó? –quiso saber, o tal vez fue un reclamo.

Ella respondió, tocando la reja:

—Yo no sabía cuál era su deseo profundo. Sólo seguí el mío.

Él asintió:

—Se basó en su intuición, pero tenía muchas más pruebas en mi contra.

—Uno hace lo que considera correcto –susurró Hermione, intentando no mostrar su consternación—. Usted. Yo.

Snape soltó la cadena, que formó un brusco montículo de eslabones. La luz de un respiradero dio en sus negros cabellos.

—Supongo que sí –comentó, resoplando de hastío.

—Ahora bien –Hermione tomó los barrotes–, si nos hace el favor de vivir, y me perdona la ofensa de haberlo salvado de una muerte sangrienta, quizá pueda usted ir al juicio donde mentirá.

Snape hizo lo que nunca: frunció el ceño, pero sonrió un poco, torcidamente. Su bufido casi fue una risa.

—Vaya, señorita Granger –susurró–. Creo que es la mayor impertinencia que he debido soportarle. La parte buena es que ya no es mi alumna.

Ella sujetó los barrotes.

—No... –susurró, casi inaudible– ¡No lo soy...!

Ella nunca notó lo que él sentía por ella. ¿Cuándo fue?

No pudo ser antes del último año, se dijo, forzando su mente. Debió sentir por mí poco antes del cumpleaños de Harry. ¿Por qué? Y, ¿por qué estoy aquí, sin conocer mis sentimientos, pero actuando como si los supiera?

Diciembre ÍntimoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora