Capítulo 1

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La vida en el valle era despiadada. Despiadada y desoladora. Pero en ocasiones también era agradable, amena, tranquila. Ibámos por temporadas: cuando la luna crecía o menguaba sobre el cielo nocturno y despejado, los jardines florecían y las cosechas salían deliciosas, pero cada vez que la luna de finales de verano brillaba completa sobre el Río de Corales (llamado así por unos coloridos helechos que encontraron la forma de vivir de aquello que les traía el agua), una niebla espesa cubría las calles de tal forma que era prácticamente imposible ver más allá de un metro de distancia. Y cada vez que ocurría, nos encerraban en nuestras casas. No nos dejaban abrir las ventanas ni nos quitaban los ojos de encima, pero eso no era lo peor. No, definitivamente lo peor era que no importaba cuánto nos escondiéramos ni cuánto lucháramos contra ello, no podíamos evitar que se llevaran a una de nosotras.

Por la noche se escuchaba a los mayores discutir en la plaza, y minutos después se encendían las antorchas: habían salido al bosque. No faltaba el año en que uno de ellos se perdía, y entonces la búsqueda se alargaba un poco más hasta que lo encontraban, o bien vivo y aterrado, o bien descuartizado sobre los matorrales. A nosotras nos decían, si se daba el segundo caso, que había decidido abandonar el valle sin decirle nada a nadie. Era su forma de protegernos, pero, sinceramente, no creía que nadie se tragase esas mentiras.

Salvando esos detalles, no tenía muy claro lo que pasaba ahí fuera, solo sabía lo poco que me contaba mi padre: que el bosque era peligroso y que ahí era donde se llevaban a las mujeres. De lo único que no me hablaba mi padre era de aquello que encontraban en sus cacerías, pero tampoco importaba, porque era un secreto a voces: a veces eran tan solo unos pedazos de ropa sucia, seguramente de una de las últimas desaparecidas, otras veces, restos de un precario campamento, un rastro de sangre, tierra removida cerca de unos arbustos y...

—Seguramente el cadáver de Delmira esté ahí, en el bosque. —soltó mi hermana menor, Sera, como quien dice algo puramente objetivo y sin ningún tipo de escrúpulos.

—¡Sera! —le reprendió Agnes, la mayor, pellizcando su antebrazo—. No digas esas cosas, tenemos que mantener la esperanza. Delmira regresará.

Su voz tembló con ese último comentario. No existían rumores acerca de muchachas que regresaran y sobrevivieran a la niebla, pero deseábamos tanto que el sufrimiento de nuestras familias acabara o menguara de alguna forma, que nos aferrábamos a la esperanza, por muy alejada a la realidad que esta se mostrara.

En el pueblo se hablaba de un monstruo que traía la muerte consigo y que se despertaba con la niebla otoñal. Muy pocas personas lo habían visto, y quizá ni siquiera sus testimonios sean fiables, pues cada una de ellas describía a La Bestia de maneras muy diferentes.

—Nunca regresan, Agnes. Esa Bestia las acecha durante días y luego se las lleva para siempre —Masajeó el lugar en el que la había pellizcado. Después, susurró apesadumbrada—: Tendremos suerte si encontramos su cuerpo...

La Bestia en la NieblaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora