En tus ojos, Girasol

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Apenas eran un par de horas de viaje, pero mi cabeza llevaba en el vagón semanas atrás, y llegué tres horas antes de la salida del tren. Tres horas que parecían días, que quise aprovechar para respirar y calmarme. Era muy consciente de mi ropa, de mi pelo, de mi olor, de mi todo. Me había puesto un vestido rojo, gótico, ceñido y corto, unas medias semi-transparentes, unos botines que había decorado yo misma con candados y cadenas, un par de calienta-brazos negros y rojos, con largos lazos que hacían juego con el vestido. Me había arreglado el pelo como nunca, lo tenía más rizado que de costumbre, con esos reflejos rojizos que salían tímidos al sentir los rayos de sol. Fue por esos rizos que nos conocimos, fue por esos destellos que comenzamos a hablar, y fue entonces cuando comenzaste a llamarme "Girasol", aunque el nombre que mi madre me dio era "Griselda".

Eso es, Griselda, piensa en tu madre. 

Cuando era pequeña, me llevaba a ese parque que ahora han convertido en una especie de parque de atracciones para los niños del colegio, recordé que habían flores ahí, de todos los colores. Mis favoritas eran las naranjas, esas eran las más difíciles de encontrar, así que jugaba con papá a buscarlas, y luego, mientras alimentaba a las palomas, él aparecía con una bolsa de gusanitos. La primera vez que los compró pensé que eran gusanos de verdad y no me los quería comer, pero entonces tenía seis años, y a la semana siguiente no me hizo gracia que papá fingiera que eran gusanos de verdad.

Solté todo el aire, conmovida por aquellos recuerdos, sin querer dejarlos ir. Era muy feliz así, con seis años, con mis padres contentos. Ahora, las cosas eran diferentes. Aunque sería más justo decir que en realidad sólo habían cambiado durante ese último mes, cuando les revelé que estaba saliendo con un chico a distancia. No les hizo gracia, pero les gustó menos que quisiera ir con él, a conocerle, un fin de semana. 

Inhala, tres segundos, exhala. Relaja todos tus músculos, estás segura. Todo va a ir bien.

Entre recuerdos y respiraciones profundas las tres horas se convirtieron en treinta minutos, y los treinta minutos se hicieron diez, y yo ya estaba en el andén, bajo el sol de las seis de la tarde, mirando hacia el suelo, memorizando el vagón y el asiento.

El tren llegaba tres minutos tarde y eso sólo significaba que iba a tardar más en verte. Podía percibir el olor de la ansiedad envolviendo mis rizos, y decirme mentalmente que dejara de secretar hormonas era totalmente inútil.

En cuanto llegó el tren me subí y busqué, primero el vagón, luego el asiento, y mi torpeza me hizo necesitar la ayuda de unos señores que pasaban para que no se me volviese a caer la mochila mientras trataba de ponerla en las lejas de arriba. Me senté entre risas nerviosas y saqué de mi bolso el libro que me estaba leyendo. Decidí no pensar en nada más que en las aventuras del protagonista y en el hermoso paisaje que se me presentaba en la ventana. Fue un acierto.

Llegué exactamente a las ocho y diecisiete minutos de la tarde a tu ciudad. Me recibió la noche y una brisa me hizo recordar que aún me seguía aquella aura de hormonas nerviosas y emocionadas. Me enviaste un mensaje: estabas ahí, me esperabas fuera, y yo necesitaba un respiro, agua, desodorante, una ducha. Fui directamente al baño sin atreverme a contestar y me conformé con el pequeño chorro de agua que salía del grifo y el desodorante que había acertado en guardar en el bolso de mano. 

Tú puedes, Girasol.

Cuando salí, el mundo a mi alrededor parecía irreal. Me sentía en un sueño, flotando, tratando de controlar los acontecimientos, de romper con el diálogo del inconsciente, pero dirigiéndome lentamente hacia la salida de la estación, inevitablemente. Te busqué con la mirada y te encontré al instante, justo delante de mí, a la derecha, con un leve tambaleo que delataba que estabas igual de ansioso que yo. Me acerqué con una sonrisa mientras recorría todo tu cuerpo con mi mirada. Debías medir quince centímetros más que yo, vestías ropa casual, unos pantalones cortos grises y una camisa azul, cubierta por una fina sudadera gris sin abrochar; tu tez pálida estaba pintada de lunares, recordé lo que me dijiste aquél día: "A mi también me gusta la luna".

"Soy un lunático, ¿ves?" 

"Estoy lleno de lunares."

Tu hermana nos condujo a casa, donde dejé las maletas y me entretuve mirando tus muebles, evitando tu mirada fija en mis pasos, tu sonrisa viva en mis ojos. Había tanto por decir...

Eran cerca de las nueve, y estábamos sentados, hablando sobre el viaje, sobre los últimos días, sobre las cosas que había en casa y las que había traído en mi maleta. Me escuchabas atentamente mientras te resumía, entusiasmada, la novela que me había terminado, y yo hacía pausas para admirar tu rostro, para perderme un latido en tu mirada, hasta que los temas se acabaron y tan solo quedamos tú y yo.

Entonces decidimos bajar a algún lugar a cenar, aunque ninguno de los dos tenía hambre, pero sabíamos que si no cenábamos pronto, en cuanto nos relajáramos no tendríamos nada que comer. Me llevaste a un restaurante chino y me recomendaste platos y bebidas, nunca había probado las sopas ni ese plato que estaba tan bueno, con gambas picantes y verdura. Durante esa hora y cuarto que cenamos, creamos un mundo en el que apartamos a todos los demás clientes del lugar, sólo estábamos tú y yo y el camarero que nos servía y nos miraba enternecido.

Más tarde, me dijiste que había un lugar especial al que querías llevarme, y yo, aún sumida en el ambiente onírico, simplemente me dejé llevar. Las calles seguían vivamente cantando, con olores exquisitos y un coro de grillos que no parecía provenir de ningún lugar en concreto. El camino de piedra se deshizo en tierra húmeda y fértil, me guiaste hacia el río, era hermoso, rodeado de vegetación e iluminado por la luna. En ese momento, sentados en un banco que daba a la orilla del río, me declaré ante ti y ante las ondinas que observaban conmovidas, otras tímidas y curiosas, cómo nacía un nuevo amor.

Las estrellas reflejaban el deseo de nuestros ojos y el mundo entero se tambaleó cuando nos dimos nuestro primer beso.

Cuentos en el BosqueDonde viven las historias. Descúbrelo ahora