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Poco después de que Bibiana saliera para su trabajo y yo comiera un puñado de cereales con leche deslactosada, me senté a revisar los documentos para el nuevo artículo de la revista.

He de dejar en claro que cuando me sumerjo en los ajetreos pseudo intelectuales por los que me pagan poco más que una bazofia, lo hago bajo el dominio del mayor silencio posible: no hay música y el celular se mantiene en modo de vibración leve. No me gusta ser interrumpido por nada que sea exterior a mis emociones, porque considero que la disciplina de una labor debe ser así de rigurosa o metódica; además, mi nivel de concentración lo exige, puesto que la memoria me falla muy a menudo y pierdo el hilo de las cosas con gran facilidad. Soy de los que pueden estar hablando con alguien sobre determinado tema y, de pronto, un vacío me ataca sin que yo lo perciba, una grieta de amnesia se apodera de mi ser y la plática se va al traste, hasta la vergüenza. Por eso trabajo en riguroso silencio, distante, con celo enfermizo, y mi casa posee el ambiente perfecto para salvaguardar ese juicio. Claro, toda regla tiene su excepción, y el sexo con Bibiana es la más férrea salvedad, pues ella es de las pocas mujeres que me han llevado a romper tan salvaje paradigma. Y con esto quiero revelar que la casa estaba en completo silencio cuando me situé frente al computador.

En la revista, que circula cada quincena, llevaba trabajando cerca de tres años. Mi jefe, o mejor, mi jefa, es una mujer cincuentona que de la oficina de redacción de un importante medio de comunicación nacional, había pasado a dirigir los destinos de la revista, la cual, con sobrado mérito, ocupaba un sitial de honor entre las diversas publicaciones que salían a llenar no solo los estantes de librerías y grandes cadenas comerciales, sino los gustos de los colombianos que, como yo, también se refugiaban en esas páginas impregnadas de farándula, sociedad y hechos del mundo que, además de ser insólitos, mostraban tanto la realidad que fracturaba una nación como aquellos que podían destacarse por su nivel de compromiso con la población más necesitada.

Y si algo me gustaba de escribir para la revista y el periódico, además del panorama presentado, era que podía desarrollar proyectos con plena autonomía, sin entrar en contiendas con las políticas editoriales y, sobre todo, sin cumplir horarios. No sé por qué, pero desde chico siempre odié aquello que me indicara encierro, límites, control, tiempo... Y con la madurez esa animosidad se hizo más fuerte, más latente, hasta el punto de no llevar reloj de pulsera o corbata, y peor aún, estar informando de mi paradero o de mi posición exacta en el globo terráqueo. Una rebeldía contra los protocolos y los rictus sociales se acrecentó en mí con verdadero hastío. Una resistencia a la cotidianidad hasta tornarme terriblemente egoísta.

El autor que venía leyendo con severidad para la nueva reseña, era el poeta William Ospina. Ospina también había nacido en el filo de una montaña, pero entre desfiladeros más vertiginosos que los de mi entrañable Palestina.

Años atrás, poco después de que ganara el premio nacional de poesía de Colcultura, llegó como invitado a la universidad para hablarnos con esplendor de Faulkner y de su novela Luz de agosto. Desde entonces, como tantos otros estudiantes, reconocí en él a un prodigio de la memoria y de las sanas razones, a un hombre sincero que no ahorraba elogios para mostrar un panorama sobrecogedor en la obra del autor norteamericano.

Los poemas del libro que tenía en mis manos, El país del viento (aun Ospina no había entrado en esa recta del intelectualismo hermético), tras la nueva lectura, iban despertando en mí un hondo encantamiento debido a que eran un paisaje de la geografía terrenal, llenos de vida y meritoria sensibilidad; un poemario concebido con lucidez, motivado por profundas reflexiones que volvían la mirada hacia la naturaleza y la historia de una conquista, como en su Lope de Aguirre:

Yo vine a la conquista de la selva y la selva me ha conquistado.

Aparto con las manos los enormes ramajes,

Miro a solas las encendidas flores con forma de pájaros,

La extrema contorsión de la serpiente herida

Que las nubes parecen reflejar en el cielo.


Yo había leído bastante poesía —hasta en cierta época me atreví a garabatear algunos signos, motivado más por un romanticismo natural—, y el Ospina de ese libro venía a confirmar mis sospechas de que la poesía escrita no tenía aún acta de defunción en el país.

Llevé mi cabeza hacia atrás y cerré los ojos. Pensé en Whitman, en Neruda, en Mutis. Pensé en las mejores imágenes del cine y de la historia, del paisaje y de Bibiana.

Entonces fue cuando, al volver la mirada hacia la pantalla del computador, el correo de don Julio trastocó la magia que había desencadenado cada verso de Ospina; sentí que caía desde el cielo a un foso profundo en la tierra. El mensaje era tan escueto como debía ser el hombre que lo firmaba; el hombre que ordenaba un crimen como si estuviera pidiendo una porción de pizza ante el ataque voraz de un estómago antojado:

Señor Archer:

El nuevo personaje es el escritor brasileño Paulo Coelho. No es un hombre peligroso, pero sí de mucho cuidado, por lo que personifica. Necesito su ingenio para que parezca un accidente, o máximo un suicidio. Se le han transferido a su cuenta ciento veinticinco mil dólares. Cuando termine el trabajo se le dará otra cantidad igual. Ahí va la foto y algunos datos importantes. Confirme si acepta la misión.

Mis ojos se cerraron y abrieron como si un cuerpo extraño los hubiese invadido. Volví a leer aquel mensaje por si había leído mal el nombre del nuevo encargo; por si en vez de letras mi mente hubiese interpretado números o signos, o viniese entre el texto una codificación especial, un anagrama.

¡Pero la orden no podía ser más precisa!

¡Y sólo había un Paulo Coelho en el mundo!

Instrucciones para asesinar al escritorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora