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Guadalupe nos llevó al hotel donde tendría lugar la entrevista. El Hotel Gran Meliá México Reforma, una construcción moderna de sutiles cristales en franjas azules, y de por lo menos veinte pisos, nos dio la bienvenida.

En una ciudad capital como la mexicana era fácil perderse, virar de calle equivocadamente y terminar perdido como en un bosque inhóspito. Ciudad de México y Bogotá se parecían tanto que en ningún momento fui presa de la sensación de ser extranjero. Solo que allí parecía haber más gente, más caos pese a su bella arquitectura, más nubes llevando y trayendo la contaminación de su progreso y de sus miles de habitantes.

El agente del brasileño, un hombre de movimientos firmes pero gráciles, y de pelo blanco cortado al rape, se había mostrado satisfecho con la petición de la revista. La cita se daría dos horas antes de la firma de libros en la Feria, y solo se permitiría un par de fotos como registro del hecho; por ningún motivo autorizaban otras grabaciones de imagen o de voz, y el encuentro no duraría más de veinte minutos. No hubo retraso respecto a la hora pactada, pues el autor censuraba abusar del tiempo ajeno, según explicó el hombre que no dejaba de mover las manos.

—Es muy respetuoso del tiempo y del espacio de las personas —dijo, como algo digno de ser escuchado—. Por tanto, les pido que tengan la misma consideración: solo tienen veinte minutos.

Bibiana y yo atravesamos un vestíbulo hermosísimo, siguiendo al agente del autor. Guadalupe había decidido esperarnos en el lobby. Viramos a la izquierda, bajo un agradable aire acondicionado y un distinguido servicio europeo, para encontrarnos con un hombre de dos metros de altura, apostado como guardia en una puerta que daba acceso a una de las exclusivas salas privadas. Atendiendo la señal del agente, hizo girar el picaporte con una leve reverencia. Allí dentro, en medio de un lujo y una comodidad desbordantes, el autor de El alquimista se entretenía mirando la vastedad del cielo mexicano a través del ventanal. Pude apreciar que Bibiana contenía la respiración o el deseo de darle un abrazo, no sabría precisar, pues cualquiera de las dos emociones era válida en su actitud. Volví a mi teoría de que la fama, más que el dinero, hace maravillas en una sociedad consumista y susceptible a signos esperanzadores. Bibiana, como una gran parte de la humanidad que le corresponde hacer de espectador, no estaba ajena a esa condición, pues para ella Coelho hacía tiempo había dejado de ser un hombre común y corriente para convertirse en una celebridad cuya existencia era casi inasible y febril.

El agente hizo las presentaciones de rigor. Coelho me tendió primero la mano a mí, una mano blanca y dúctil como de pianista, después repitió el saludo con Bibiana, quien no fue capaz de disimular un escarceo al pronunciar su nombre.

—Tomen asiento, por favor —dijo sin dejar de mirarnos.

Durante cada pregunta y las respuestas que el corto tiempo nos permitió, el brasileño se mantuvo firme para zanjar su mensaje humanista, de libertad, de fe y de perseverancia. Ni por un instante hubo menoscabo de su lucidez o su decoro. Antes bien, iba de una expresión suave a otra, debido quizá —fue mi hipótesis— a que el pasado, propio y el ajeno, le había dado el albor de entender con mayor clarividencia aspectos de la vida humana, para otros vedados. "El ojo acostumbrado afea las cosas", escuché decir una vez a un anciano; y asocié esta ceguera como a la más grande enfermedad de los sentidos en todos los siglos.

Coelho no era un "ojo acostumbrado". Lo que decía era salomónico, y así otros pensadores como él lo hubiese ya dicho, su acento portugués, sus gestos, su aura, le imprimían un toque aún más nigromante a cada palabra que pronunciaba. Supuse que su falla estaba al escribirlo; pero el hecho de no dominar el arte de la palabra escrita, como Borges o Grass, por ejemplo, no significaba que careciera de una gran virtud.

Cumplidos los veinte minutos, su agente, con sobrada diplomacia, nos indicó que el tiempo había culminado. El autor se puso de pie para despedirse, no sin antes manifestar su agradecimiento a los lectores colombianos, y advertir su deseo de volver a una feria del libro, cuyo grato recuerdo por su primera visita conservaba intacto...

Aprovechando esa espontaneidad, Bibiana abrió sus ojos para solicitarle una firma en un libro que extrajo del bolso.

El agente esta vez nos acompañó solo hasta la puerta de la sala. El guardia grandulón nos sonrió con deplorable complicidad.

—Pensé que le ibas a entregar un libro pirata para que te lo autografiara —le dije del modo más mordaz que la voz me permitió—. De esos que tú me has prestado.

—No seas tonto, amor —ella sonrió por la ponzoñosa broma—. Está bien que compro libros en la calle, pero no pasaría nunca por una vergüenza semejante.

—Sería curioso verle la cara a un escritor, si eso llegara a pasarle.

De regreso a casa de Efraín, me fui pensando en el encuentro con el brasileño. Lo que debía decir de él, ya lo había dicho. ¿Qué pensaría de ello don Julio si lo tuviera frente a frente? Es probable que nada, o que, antes bien, más trastornados odios le soliviantara al no concebir que un hombre de tanto talante y naturaleza, solemne, lúcido, resquebrajara de ese modo la palabra.

México quedó libre para que Bibiana y yo nos uniéramos más. Cada beso era más largo y profundo que el anterior. Cada gesto revelaba un buen amor, una grata vida compartida. Y así como en su vientre crecía y crecía una nueva criatura, en mi magro pellejo crecía una voz ya menos aturdidora.

Instrucciones para asesinar al escritorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora