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El crimen perfecto no existe. Que algunos queden en la impunidad por lo metódico o artístico de su ejecución, se acepta con resignación, pero no son perfectos. Ahora lo sé. Tuvieron que pasar tantos años, tuvieron que presentarse tantos muertos, para que mi mente diera al traste con la que creía mi principal teoría del crimen. No es perfecto porque las huellas que dejan en los seres que lloran sus muertos, son profundas e irreparables. Por eso el crimen no puede ser perfecto. Y si alguna vez defendí este concepto, asociado sobre todo al suicidio por creerlo el único crimen que no podía ser explicado, ahora me retracto. Claro que, muerta la idea, no se puede extraer nada que sirva de consuelo, que nos permita aclarar el acto criminal.

¿Qué sucedió verdaderamente con el escritor brasileño en la Puerta de Platerías de la Catedral Compostelana? No pudo ser otra cosa que el resultado de mi perturbable búsqueda. Aquella acción que desquiciaría a don Julio después y que yo pretendía ocultar hasta de mis propias anotaciones.

La historia real que los medios de comunicación no sospechaban, porque de lo contrario ya lo habrían anunciado con todo el amarillismo que los caracterizaba. Mi mente, mientras el chorro de agua tibia de la ducha corría por mi cuerpo, me regresó al lugar de los hechos en la torre:

—Yo lo conozco —dijo al notar que el Obispo no aguardaba allí. Que solo los dos invadíamos ese recinto—. Usted... usted es el periodista colombiano.

Me desconcertó su buena memoria, pues por los ojos de un hombre como él debían de pasar muchos rostros.

—Así es, señor Coelho.

—Me ha traído con engaños. ¿Verdad? ¿A qué debo esta falta de juicio?

Asentí con un gesto despejado de musarañas, interponiéndome entre él y las escaleras de descenso de la torre. Desde afuera llegaban las voces de miles de fieles intentando ingresar a la catedral, o las que anunciaban una medalla, una réplica o una fotografía al pie de la plaza.

—Esta torre es un pequeño paraíso. ¿No le parece?

Miró con ojos vacilantes. En otras circunstancias hubiera reprochado el endeble dibujo garabateado en la pared occidental. Su voz permanecía serena.

—Pero tampoco me ha traído para observar su belleza. Y no soy tan ingenuo para considerar una nueva entrevista.

Sabía que lo que vendría se acercaba al juego de la ruleta rusa.

—Todo cuanto presiente obedece a un plan concebido, señor Coelho —expliqué—. Le parecerá extraño, pero le voy a pedir la mayor cordura posible. Es cierto que lo traje bajo engaño a esta torre, pues me pareció, cómo le digo, el más adecuado para que... usted pueda morir. Yo, señor, soy el hombre que debe asesinarlo.

Hizo un ligero gesto para tensar los músculos de su cuello.

—Tenga presente que la muerte no me asusta. Me asusta más lo que vendrá para usted después. Y no hablo de la justicia humana, sino de aquella que de algún modo se acerca a sus creencias más indisolubles. Todo hombre, por malo que sea, tiene algo en que creer.

—También en ello he pensado. Y mucho. Más de lo que debiera —extraje de mi bolsillo una bala y se la entregué.

—¿Un acertijo?

Lo miré directo a los ojos. No con la arrogancia que podría suscitar el eventual viento a mi favor, sino con la firmeza de saber la respuesta.

—Significa que esa es la bala que trae su nombre. Obsérvela bien, allí está grabado. Es un obsequio.

—¿No se supone que debe dispararme con ella en vez de obsequiármela? ¿Por qué mejor no hace su trabajo de una vez? Así dejamos de hablar como amigos que recuerdan antiguas anécdotas.

—Vuelve a tener razón. Solo que este es el primer punto del juego. El segundo, para que el acto sea triunfal, requiere su mejor actuación.

Ahora su mirada tenía un brillo veleidoso. Carraspeé antes de continuar:

—Mire, señor Coelho... Alguien lo quiere bien muerto, colgado a una cruz —le señalé el dibujo de la pared, que debió mirar con desencanto—. Pero, por difícil que le parezca de creer, no voy a cumplir esa intención. En otras palabras, no voy a matarlo. Eso sí, deberá confiar en mí; y yo deberé confiar en usted.

Se fijó en mí con mayor desconcierto.

—Me pide imposibles bajo estas circunstancias. Si no deseara matarme, me habría podido decir todo esto en mi aposento. Hubiera ahorrado esfuerzos.

—A veces hay que darle la vuelta a la rueda para entender su funcionamiento. Además, tenga en cuenta que le entregué la bala que iba a parar en su corazón. No se lamente de algo que aún no ha pasado. Usted lo saber mejor que yo.

El brasileño dirigió entonces una mirada ceñuda y rápida a su entorno. Parecía valorar las posibilidades que tenía.

—Si no va a matarme, ¿por qué seguimos aquí?

—No es tan simple como parece. Tendrá que fingir su muerte por algún tiempo. Un mes, tal vez dos. Es el tiempo que necesito. Después, podrá dar cuentas de su experiencia con la muerte. Eso sí, debe prometerme dos cosas: que jamás revelará mi identidad, y que de ningún modo dirá cómo se presentaron los hechos, al menos los reales. Debe permanecer fiel a la versión de que se salvó por un milagro de la divina providencia, si así le parece. Solo eso le pido a cambio de salir vivo de esta torre. Piense que, si quisiera matarlo, hace rato hubiéramos dejado de hablar, lo que a la vez me evitaría más de una molestia. ¿De acuerdo?

Instrucciones para asesinar al escritorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora