La nana de Cito

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Hay que desconfiar del mar. Desde la infancia, las personas que nacen en Argéntea escuchan esa frase hasta la saciedad, creciendo con una mirada ambigua hacia las criaturas que habitan bajo las olas. Para los hombres y las mujeres de Argéntea, el mar es un mundo aparte, un territorio superior del que nunca hay que fiarse del todo. Ocultas en las sombras de las planicies abisales, las sirenas y el resto de criaturas marinas con las que comparten su reino confabulan para sacar siempre provecho del mundo de la superficie. Argéntea odia y venera al mar a partes iguales. 

La ciudad de Platina había sido siempre la capital del país, una hermosa villa atravesada por algún que otro canal y con un precioso puerto natural que la había colmado de riquezas en el pasado. Su declive se había originado después de las inundaciones que la reina Dilmed había provocado sobre tierras humanas, restaurándose recientemente gracias a su sucesora, la reina Arwan, que había retirado las aguas. Nadie sabía por qué después de tantos siglos se había producido un cambio político bajo las olas ni por qué la nueva reina de las sirenas había decidido devolver aquellas tierras a Argéntea, era muy difícil que el país pudiese ver con buenos ojos cualquier cosa que Arwan y las sirenas estuviesen tramando. Después de todo, hay que desconfiar del mar. No obstante, el país estaba viviendo una enorme revolución, en parte gracias a las tierras recuperadas. Se trataba de una época convulsa de cambios en los que participaba prácticamente toda la sociedad, Argéntea estaba destrozada, pero llena de posibilidades para ser mil cosas distintas. A diferencia de la gran mayoría, Leira prefería ignorar todo eso y centrarse en lo importante. Pescar. 

La joven tenía su propia barcaza de pescadora, la había adquirido recientemente a buen precio ahora que el viejo Luís ya no la utilizaba más. A pesar de lo orgullosa que se sentía, su familia había intentando quitarle aquella idea de pescar sola de la cabeza, evidentemente sin éxito, pues ella había invertido mucho para poder comprarle la barcaza al viejo Luís y además era consciente de lo delicada que era la situación de su familia. Con un padre enfermo a punto de morir y una madre con demasiados frentes que atender, los cambios políticos del país no eran una prioridad para la familia. Su principal preocupación era conseguir comida, no tenían tiempo de participar junto al resto de la sociedad de los tiempos que estaban viviendo. Por eso Leira estaba tan orgullosa de aquella destartalada barca de madera de la que su familia le había dicho lo mismo que se decía sobre el mar. Hay que desconfiar.

En la mañana en la que comienza nuestra historia, Leira ya se encontraba surcando las olas con su vieja compañera. Salía ella mucho antes que el sol, buscando el momento en el que los peces afloran despreocupados hacia las aguas superficiales, sintiendo el cambio en la temperatura y la luz al amanecer. Era más fácil atrapar alguna presa en aquella hora para una pescadora de Argéntea, más que nada por la situación de trance en la que los peces del Mar Perlado entraban al ser rozados por la luz solar. Aquel día no hubo suerte. No había peces, como si ya los hubiesen pescado todos, pero aquello era imposible. Leira todavía era la única pescadora en el mar, estaban a solas ella, su barca y el aroma a salitre. Además estaba en una zona nueva, no había visto a nadie pescar allí todavía.

Algo rozó ligeramente su bote. Un pescado, según ella, lo suficientemente grande como para hacer que sonriera con el pelo revuelto alrededor de su cara. Lanzó su red. Era grande, tenía que serlo para haber rozado de aquella manera su embarcación. Un nuevo contacto, mucho más agresivo, sacudió la barca por completo. Leira estuvo a punto de caer al agua. Dudó sobre qué hacer, pero la barca volvió a sacudirse, esta vez haciendo que perdiese el equilibrio. Maldijo al caer contra la madera vieja de la embarcación, que crujió bajo su peso, pero luego lo agradeció. De no haberlo hecho, un tentáculo gris oscuro habría atravesado su cuerpo. Si bien no lo había hecho, sí había atravesado la barca, dejando un enorme boquete por el que ahora entraba agua sin parar. 

—¿Pero de qué mierda va esto? —replicó atemorizada la pescadora, aferrando su arpón con fuerza. 

El tentáculo volvió a salir a la superficie, grueso y viscoso, y atravesó la barca una segunda vez, hundiéndola un poco en el agua. 

—¡Bestia! ¡Lárgate de aquí!

—Lárgate tú —gritó una mujer—. No es ella la forastera. Eanamug, Cito!

Leira miró hacia las rocas que había cerca, ajenas a lo que acontecía. No había nada, apenas un par de peñascos que asomaban tímidamente entre las olas que morían al chocar contra ellos, bañándolo todo con espuma blanca. Era fácil distinguir a la mujer que estaba allí sentada, desnuda completamente. No había parte de su cuerpo que sus ojos no alcanzasen y no había intención alguna de cambiar esa situación por ninguna de las dos. Tras varios segundos de contemplación, Leira vio como la mujer se ponía a cantar una canción sin letra. Su melodía, compuesta por notas que se repetían en un bucle, calmó a la bestia que había destrozado su barca, la misma a la que no había visto más que un par de tentáculos. La mujer se levantó, dejando toda su desnudez al descubierto, y le dio la espalda a la pescadora, cuya barca ya era historia. El agua le llegaba a Leira por la cintura, no había forma de salvar la embarcación, así que se lanzó al mar y arrancó a nadar tan rápido como pudo hasta los peñascos, aferrando su arpón con todas sus fuerzas. Cuando los alcanzó y estuvo sobre ellos, la mujer ya no estaba. 

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Aunque no comprendía exactamente los motivos por los que se había vuelto tan popular, Leira se alegró de haber vuelto a casa con su familia. Para entonces caía ya la noche. Su madre la había recibido como quien recibe al hijo que vio marchar a la guerra y la había colmado de excesos que no eran lujosos, pero que para su familia sí suponían un tratamiento que no podían permitirse. Cuando se sentaron a cenar, Leira se había convertido en el blanco de todas las miradas. 

—Dejad de acosar a vuestra hermana —dijo su madre con tranquilidad. 

—No me molesta, Madre —comentó ella divertida—, pero de veras no entiendo qué le pasa a todo el mundo hoy. 

—Bueno, ¡qué modesta! —replicó Carlota, la más mayor. 

—Carlota, ¡respeta a tu hermana!

—Madre, tranquila. ¿Va a explicarme alguien de qué va todo esto?

—Cito —balbuceó Melodía—. Cito se come a la gente, pero hoy no debía tener hambre. O a lo mejor es que no le gustas. 

Leira miró a su hermano a la cara. No tenía ni idea de qué estaban hablando, pero recordaba aquel nombre vagamente en su cabeza. Su madre le explicó que la historia sobre su enfrentamiento con aquel monstruo marino había corrido como la pólvora. Cito nunca dejaba ir a sus presas, el regreso de Leira con vida había sido un milagro que se había fortalecido por los relatos de los pescadores que la habían rescatado sobre las rocas. La encontraron allí hecha un desastre, pero aferrándose a su arpón como si eso fuese a salvarla de un monstruo marino de miles de años. Nadie era capaz de entender cómo había sobrevivido y Leira sabía por qué. Nadie conocía el papel de aquella extraña mujer que había aparecido y desaparecido en el mar, llevándose a la bestia con ella. Aquella noche, Leira solo pudo soñar con aquel cuerpo desnudo, asediado por las olas. 

La Última Canción del Mar #ONC2023Donde viven las historias. Descúbrelo ahora